Vicio inherente de Paul Thomas Anderson
Con Puro vicio nos sentamos a la mesa de la ultima cena hippy
Está basada en una novela de Thomas Pynchon pero suena como una canción de Neil Young. La nueva película de Paul Thomas Anderson, inmensa como todas, nos traslada a la estupefaciente California hippy a través de su espíritu sonámbulo y libertario. En Puro vicio, que llega ahora a nuestras carteleras, destacan sus retratos y atmósferas, su tono embriagador.
No hay en verdad otro modo de salir del laberinto. El sentido intuitivo que dirige los pasos de Sportello es también lo que parece propulsar a Paul Thomas Anderson (PTA) a través de las embriagadas y embriagadoras imágenes de Puro vicio. Como su singular criatura protagonista, el autor de Magnolia en cierta manera también emprende un intuitivo trabajo detectivesco. Lo hace sumergiéndose en la mejor tradición del cine americano (como no en vano ha hecho siempre) con el fin de revelar sus misterios (o al menos de volver a convocarlos), expandiendo el linaje que une, por ejemplo, El halcón maltés (1941), El sueño eterno (1946), Un largo adiós (1973) y El gran Lebowski (1998). El séptimo largometraje de PTA, su séptima obra maestra (¿alguien puede dudar que es el cineasta americano más fiable de la contemporaneidad?), no es tanto un resumen tributario de esa tradición anclada en el noir -con sus semánticas, sintáxis y pragmáticas bien familiares-, sino un salto más cuyas dimensiones tan solo hemos empezado a atisbar.
Un universo bello y sensual
Joaquin Phoenix interpreta a Doc Sportello en Puro vicio
Puro vicio nos propone un viaje al sueño alucinógeno de la California hippy en su año de mayor esplendor o decadencia, como queramos entenderlo, al corazón de un misterio poblado de ausencias, entre la desmemoria, la comedia y el romanticismo, a un universo bello y sensual cuya inocencia vinieron a usurpar tipos tan siniestros como Charlie Manson y Richard Nixon. El relato acontece en esa tierra de nadie en la que se desdibujaba la utopía sesentayochista. El contexto es el enfrentamiento ideológico de dos Américas destinadas a convivir con estilos de vida opuestos, tal y como Sportello y su némesis republicana Bigfoot (Josh Brolin) acaban sumando fuerzas en su impenetrable investigación. Nos sentamos a la mesa de la Última Cena del sueño hippy, como no en vano el filme escenifica en un momento dado, con toda la estilización que requiere la réplica de la obra de Leonardo da Vinci, y el final de los créditos nos sorprende con el popular grito revolucionario: "Bajo los adoquines está la playa".Pululan por esos adoquines de la ciudad extinguida de Los Angeles personajes con nombres como Bigfoot Bjornsen, Dr. Tubeside, Sauncho Smilax, Petunia Leeway, Puck Beaverton, Dr. Threelpy; pululan narcos, gángsters, policías corruptos, prostitutas, moteros nazis, espíritus místicos, almas perdidas y delincuentes comunes. La fauna que convoca Puro vicio es uno de sus mayores atractivos. La película se erige no tanto como un retrato de la ciudad y su tiempo (cuyos espacios apenas podemos intuir en un lenguaje que privilegia los primeros planos, los largos diálogos y los cuerpos) sino de unos personajes fuera del tiempo precisamente porque están perfectamente inscritos en él. Con permiso de Pynchon, nos acordamos de John Fante y de Raymond Chandler. Como un Philipe Marlowe pasado de vueltas, variante reflexiva de The Dude, la investigación de Sportello acontece en las brumas del recuerdo, de esa narradora en segundo plano que acentúa el carácter ensoñador del relato. El retrato de Doc, su mirada estupefacta y estupefaciente hacia el mundo, desentierra el mito en su proceso de desmitificación.
Para PTA, que no ha perdido su ambición sino al contrario, el guión y la puesta en escena son inextricables, y aunque esta es la segunda vez que se afana en adaptar una novela acaso inadaptable -Inherent Vice de Thomas Pynchon-, deja claramente de manifiesto que el gran cine se sigue disputando en la creación de emociones y mitos. Como mandaba Raymond Chandler, la puerta de entrada a la investigación es directa, su desarrollo se traza en la forma de laberintos cruzados, y la conclusión es inevitablemente un mapa inconcluso y borroso. Lo que importa aquí no son los meandros de la trama, en perpetuo movimiento hacia la digresión narrativa, sino el espíritu sonámbulo y libertario, la oscuridad que se cuela en las rendijas de luz, los retratos y las atmósferas, su deriva accidental, su tono embriagador, sus desapariciones y reapariciones, la electricidad entre actores y personajes. Lo que nos pide a gritos la película no es que la entendamos desde la lógica dramática, sino que habitemos su ilógico drama. Todo se resuelve en el tono y la modulación. Y PTA, lo ha dicho, quería que Puro vicio sonara como un tema de Neil Young.PTA nos propone un un viaje al sueño alucinógeno de la California hippy en su esplendor o decadencia
La licencia para matar al relato resaltando su irrelevancia no es en modo alguno exclusiva del cine contemporáneo. Howard Hawks ya desafiaba a cualquiera a que osara poner en orden, dotar de sentido, los relatos imposibles de Tener y no tener (1944) y El sueño eterno (1946). La producción de sentido es de hecho el sinsentido, las inacabables fugas a callejones sin salida, el vagabundeo, en este caso, de un detective hippy y romántico en el huracán del desconcierto y la antesala de la oscuridad. No en vano, Puro vicio no solo viene a sumarse al tapiz de la historia psicológica americana que viene hilando PTA (Pozos de ambición y The Master), una trilogía magistralmente puntuada por las composiciones musicales de Johnny Greenwood, sino también un paso más en la deriva hacia la abstracción emprendida por el cineasta desde Punch Drunk Love.
Como ocurría en aquel hermoso y colorido carrusel por las perturbaciones del amor, el tono melancólico y la noción de extrañamiento se apoderan de las imágenes de Puro vicio, a las que hay que regresar una y otra vez. Hasta que se conviertan en eso, en un vicio inherente.