Macbeth

Ignacio García May desglosa la fuerte y casi obsesiva vertiente teatral de Orson Welles. Empezó a los tres años, en brazos de una soprano que cantaba Madame Butterfly, y ya nunca se bajó de un escenario.

Cada cual elige su propia religión, y yo soy devoto de Orson Welles. Su obra cinematográfica y teatral me parece de una importancia homérica, insustituible. Sin embargo no es raro encontrarse con comentarios como el que le dedicó Elia Kazan, diciendo que Welles "está sobrevalorado (...) no pienso que haya influido a nadie; no deja nada detrás". Kazan, director de éxito, propenso a la homilía y a hacer sobreactuar a sus intérpretes, no pudo entender nunca que un artista de verdad es único y no va dejando franquicias de sí mismo. El que acertó de pleno fue John Huston cuando declaró que "la gente tiene miedo de Orson. Gente que no tiene ni su energía ni su fuerza ni su talento. Estando a su lado, sus propias insuficiencias saltan a la vista".



Welles empezó en el teatro a los tres años, en brazos de una soprano que cantaba Madame Butterfly, y ya nunca se bajó de un escenario. Es costumbre subrayar su experiencia shakespeariana porque el mundo de la cultura está obsesionado con esa tontería de La Importancia y se considera, no sé por qué, que el Bardo está por encima de los demás, pero lo verdaderamente formidable es que Orson hizo de todo, actuar, dirigir, escribir, producir, diseñar escenografías y hasta editar textos. Trabajó en obras de Navidad, melodramas orientales, y comedias policiacas; en piezas de vanguardia, como el Panic de Archibald Macleish o el Rinoceronte de Ionesco, con Olivier, nada menos, haciendo el papel que últimamente interpretaba aquí Pepe Viyuela; puso en escena ballets en París y espectáculos de variedades en Las Vegas; montó Moby Dick en un escenario inglés y una versión musical de La vuelta al mundo en ochenta días en Broadway. Hizo actualizaciones de clásicos cuando eso era una novedad, y no la rutina en que se ha convertido ahora: dirigió Julio César como alegoría del fascismo dos años antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial y puso en escena Macbeth con un reparto de actores negros en una época en que a estos sólo se les permitía interpretar criados más o menos graciosos en comedias de bulevar. Hizo, en el teatro norteamericano, lo que Brecht, Piscator o Tyrone Guthrie estaban haciendo en el europeo, pero quizá porque no intelectualizó el proceso tampoco se le reconocieron los méritos como sí sucedió con sus colegas de este lado del Atlántico.



Y todo esto sin mencionar siquiera la labor ingente que llevó a cabo en el drama radiofónico. Oficialmente abandonó el teatro en 1960, pero no dejó los escenarios: se pasó la década actuando en la televisión en directo, cantando y bailando con Dean Martin y otros colegas memorables, o recitando fragmentos de su versión teatral de Enrique IV, que acabaría convirtiendo en uno de los filmes más bellos de la historia, Campanadas a medianoche. La víspera de su muerte había estado haciendo juegos de cartas en el talk show de Merv Griffin. Era el resumen perfecto de su vida: Orson fue un mago.