Image: Todos los martes del año...

Image: Todos los martes del año...

Cine

Todos los martes del año...

22 mayo, 2015 02:00

Una imagen de 52 martes

La australiana Sophie Hyde debuta en la gran pantalla con 52 martes. El relato de la relación entre una adolescente y su madre se acaba convirtiendo en un artefacto de ficción devorado por sí mismo, en una exhibición de los temblores y estupores de la adolescencia.

Algunas películas despiertan la necesidad de hacer películas. De algún modo, son capaces de revelar cuestiones profundas y esenciales no tanto sobre el arte del cine, sino sobre su propia naturaleza. ¿Para qué filmamos el mundo? ¿Por qué suspendemos a las personas en fragmentos de tiempo? 52 martes, de la debutante australiana Sophie Hyde, podría pertenecer a esa clase de películas. Y aquí el modo condicional no es una cuestión retórica. Tal y como está planteado el dispositivo, el relato de la relación entre una madre (o padre) y su hija adolescente a lo largo de un año se antoja exclusivamente fílmico. Otros lenguajes creativos se quedarían cortos. Para expresarlo en pocas palabras, 52 martes examina con detalle el modo en que la adolescente Billie negocia emocionalmente con la transformación de su madre Jane en su padre James a lo largo de un año. ¿Una película sobre una persona transgénero que emprende un proceso transexual? En realidad, es otra cosa: una película, diríamos, que desde métodos documentales construye un artefacto de ficción que acaba devorado por su propio mecanismo. Hyde se propone, y así lo hace, filmar los encuentros semanales que Jane y Billie han acordado tener solo los martes, pero la sistematización y el supuesto rigor del rodaje se acaba revelando más útil para la estrategia publicitaria que para el resultado cinematográfico.

Y aquí explicamos el modo condicional: la transición de Jane a James acabará siendo una preocupación secundaria en la película, lo que no deja de extrañar si consideramos que el relato abarca un periodo tan largo en el tiempo. Quizá hay que buscar la explicación en que Deu Herbert-Jane, la mujer transgénero que lo interpreta, no se somete realmente a un cambio de sexo, de modo que el carácter documental de la propuesta pierde gran parte de su atractivo. Da la sensación de que Hyde no exprime del todo las premisas del artefacto. Si en Boyhood sentíamos el arco de mutaciones, aquí el dispositivo se revela algo engañoso. Así, el filme acaba volcando su atención en los lugares más trillados por el cine indie: los temblores y estupores de la adolescencia.

Con sus delicados 16 años, Billie, interpretada por la debutante Tilda Cobham-Hervey (acaso la principal valedora del magnetismo del filme), también trata de encontrarse a sí misma y descubrir su sexualidad. Conoce a una pareja de novios del instituto, mayores que ella, con quienes emprende una suerte de exploración sexual, propulsada por algunas inverosímiles piruetas de guión. La verdadera transformación, nos quiere convencer 52 martes, es la de Billie. Al igual que su madre, ella va dejando constancia videográfica de su evolución a lo largo del año. Su punto de vista y sus sentimientos, que graba en vídeo tanto en su intimidad como en compañía de sus aliados del instituto, conquistan el foco del relato.

La inteligencia de la estructura es admirable: una película dentro de la propia película, filmadas ambas bajo el rigor semanal, seguramente para subrayar las formas de representación de los personajes, los actores y sus cuerpos. Pero lo cierto es que el concepto que hay detrás de 52 martes funciona mejor que su materialización, algo que se hace evidente en el precipitado tramo final. La película que edita la joven Billie a lo largo del año bien podría haber dado lugar a un poderoso juego metafílmico, pero la directora opta por caminos más familiares, quizá por los que apelan a premios en Sundance.