Borja Espinosa interpreta al protagonista de El camino más largo para volver a casa con cada milímetro de sus visceras.

Sergi Pérez confecciona en El camino más largo para volver a casa una de las más genuinas sensaciones cinematográficas del año. Pocas experiencias tan peligrosas y auténticas como el viaje protagonizado por Borja Espinosa.

Si toda película y, en general cualquier obra de arte, nace, como decía Rilke, de una primera experiencia de peligro, El camino más largo para volver a casa, de Sergi Pérez, es con toda seguridad la cinta española más importante del año. Probablemente no han oído hablar de ella. O si saben algo apenas acierten a localizarla entre el ruido de la pasada edición del Festival de Sevilla. O ni siquiera eso. Es lo que tiene correr riesgos en este negocio, que limita fatalmente la audiencia.



Pocas experiencias tan peligrosas y auténticas como el viaje propuesto por Sergi Pérez. Básicamente, su propuesta se limita a seguir el rastro de un hombre durante lo que dura un día. No es nuevo. Algo parecido ya lo habíamos experimentado antes. Malcolm Lowry, por ejemplo, describió de forma detallada la geografía devastada del infierno en apenas 24 horas de alcohol, sudor y muerte. A James Joyce, por su parte, le bastó el 16 de junio de 1904 para sencillamente hacer saltar por los aires la posibilidad misma de la literatura. Y hasta de la existencia. Son sólo dos ejemplos.



A su manera, la cinta de Sergi Pérez comparte con cada uno de los ejemplos citados la virtud de la explosión. Un hombre, interpretado con cada milímetro de sus vísceras por Borja Espinosa, pierde las llaves de casa. Lo que sigue es el ritual absurdo de una jornada muy particular; un día como otro cualquiera; un día perfecto para, por ejemplo, los peces hambrientos y suicidas que imaginara Salinger.



Un mirón del sufrimiento

Cada fotograma vive en la pantalla con la única intención de molestar al espectador, de obligarle a caminar hacia atrás, a mirarse por dentro. Pero, para ver algo en el interior, lo mejor es que explote antes. Y eso es lo que cuenta. No hablamos de violencia, nos referimos a la posibilidad misma del conocimiento desde el ejercicio limpio de aceptar y entender el dolor. Brillante, inteligente y feroz malestar. Quiere el director que el espectador se mantenga al lado del protagonista y con él le hace compartir la misma mirada. A la vez, quiere Pérez que el espectador no pierda la referencia que le hace ser lo que es: un mirón del sufrimiento ajeno. Y en ese juego, dentro y fuera, de responsabilidad y culpabilidad, la cinta libra una batalla de un rigor formal y narrativo indiscutible y completamente honesto.



Nuestro héroe sólo desea volver a casa y, así, el más intrascendente de los acontecimientos adquiere la dimensión mítica de los viajes iniciáticos. Se sabe que el hombre sin llaves perdió algo mucho más importante que un simple llavero. Un perro enfermo y deshidratado sigue con él su periplo. Se diría que el animal es, tal vez, la metáfora irrenunciable de todo aquello que arrastramos, que nos define y que nos anula. Pero eso es mucho metaforizar. Lo que importa es otra cosa: la sensación de callejón sin salida, de periplo equinoccial a través del absurdo de todo esto.



El resultado es una película que nace de la experiencia primigenia del peligro, de la necesidad del riesgo; una película que crece desmesuradamente espoleada por la obligación del conocer; una película que de golpe se transforma en la experiencia más brillante, opresiva y devastadora del año, del año del cine español.



Es más, de la misma manera que Lowry o Joyce reconstruyen el propio oficio de escritor en cada instante de una narración entregada al silencio, El camino más largo... es él mismo un ejercicio de cine en debate contra su límite, contra su suicidio. Al fin y cabo, y con Camus, este último debería ser el único tema que debería ocuparnos. Un día, sin duda, perfecto para el pez plátano. Y hasta para los trífidos.