Una imagen de Phoenix

Con la extraordinaria Phoenix, que el alemán Christian Petzold (Barbara) presentó en el pasado Festival de San Sebastián, el cine sobre el "después de los campos" ingresa en otro nivel. Alegórica, oscura, romántica, hitchcockiana y cruda, narra la historia de una superviviente del Holocausto a quien su marido no logra reconocer.

Fue Samuel Taylor Coleridge, en 1817, quien acuñó el gastado término sobre el que se sostiene prácticamente todo el clasicismo cinematográfico: la suspensión de la incredulidad. Esa suerte de pacto o de "fe poética" que el autor exige del espectador para poder adentrarse en "las sombras de la imaginación". Es decir, la potestad de cada uno de creerse o no creerse lo que ve. Parafraseando a Coleridge, podemos decir que si en sus tripas existe suficiente interés humano, no debería ser complicado dejar la verosimilitud del relato a un lado, entregarse a su energía y revelación metafóricas. Frente a una película como Phoenix, dirigida por el alemán Christian Petzold y co-escrita con el desaparecido Harun Farocki (a partir de la novela Regreso a las cenizas, de Hubert Monteilhet), el debate sobre qué es creíble o no en el cine regresa para ocupar el primer plano. Por lo que a este crítico respecta, negarle la excelencia a este sorprendente, imprescindible filme sobre el "después de los campos" porque resulta inverosímil -como no en vano algunos críticos ya han hecho desde que se presentó en Toronto y San Sebastián-, es casi como tirar por la borda todo el cine de Hitchcock, de Ophüls, de Lang o de Buñuel. Casi nada. No caeremos nosotros en ese error.



¿Y qué resulta tan difícil de creer? Phoenix comienza con una mujer sin rostro que cruza la frontera suiza hacia la Alemania en ruinas de la posguerra. Con la cara cubierta de vendajes tras sobrevivir al genocidio, Nelly regresa a Berlín acompañada de Lene, representante de la Agencia Judía, que la ingresa en un centro quirúrgico para someterse a una reconstrucción facial y recuperar sus rasgos brutalmente deformados en Auschwitz. Los ecos con La senda tenebrosa (1947, Delmer Daves) y Los ojos sin rostro (1960, Georges Franju) son manifiestos. "No será una reconstrucción, sino una recreación", escuchamos bien al principio del filme, y entonces intuimos automáticamente que la propia película tampoco se ofrece como una reconstrucción de la época, sino como una fabulación pulp para alumbrar sus significados. "La película pertenece al género negro -sostiene Petzold-. En este género, los contrastes son nítidos. Los personajes intentan acceder al espacio intermedio, pero el mundo es blanco y negro. Los matices desaparecen". El cineasta busca esos matices en la fotografía en technicolor filmada en 35 milímetros, que imprime un carácter ensoñador, casi onírico, sobre las imágenes.



A pesar de las advertencias de su amiga, Nelly se adentra en la oscuridad bohemia de Berlín para encontrar a su marido Johnny, quien está convencido de que, como el resto de su familia, Nelly tampoco sobrevivió al exterminio. Cuando Nelly le encuentra sirviendo copas en un tugurio, Johnny no la reconoce. Lo único que ve es a una mujer que le recuerda a su esposa. "En Alemania, los centros de recepción de los supervivientes permanecieron abiertos hasta 1958 -explica el director-. En otras palabras, durante trece años, esas personas no tuvieron un lugar donde vivir". De entre todas las formas de fantasmagoría, la de Nelly es acaso la más problemática y la más poética. Existe pero no existe. Está presente pero no es reconocible. En la mente de Johnny es un cadáver, en la del espectador, una superviviente sin hogar que quiere recuperar el amor de un marido incapaz de reconocerla. De esa tensión extrae Petzold las virtudes pero también las debilidades del filme, o al menos aquellas que sus detractores quieran señalarle. Por su parte, el relato se hace eco a partir de entonces, explícita y claramente, de Vértigo (de entre los muertos), poniendo en escena a la manera hitchcockiana el empeño de Johnny por modelar a la mujer que le amó a imagen y semejanza de su recuerdo.



"A veces pareciera que en Alemania solo se hacen películas sobre la Stasi o sobre los Nazis", dice Petzold, no sin cierta ironía, pues Phoenix vendría a formar un díptico con su anterior largometraje, Barbara, en el que precisamente ponía en escena un relato sobre los mecanismos de espionaje durante la Guerra Fría. "Cuando empecé a trabajar en Barbara y descubrí a los amantes que interpretaban Nina Hoss y Ronald Zehrfeld, pensé que quizá sería posible contar esta historia a través de ellos dos", recuerda Petzold. Y efectivamente, vuelve a contar con la misma pareja de actores para este filme -la interpretación de Nina Hoss es antológica-, en el que de nuevo convoca la inteligencia y la sensibilidad alegórica para retratar los traumas y las contradicciones de la turbulenta historia alemana de la segunda mitad del pasado siglo. Por inducción o sugestión, todo está recogido en Phoenix: los secretos y traiciones del pueblo alemán durante la guerra, las secuelas de los campos de exterminio, la creación del Estado de Israel, la amnesia inmediata respecto al horror, la imposibilidad de los supervivientes de asumir culpas...

Los fantasmas del horror

Petzold y Nina Hoss en el rodaje de Phoenix

Película excepcional, que hace ostentación del pacto no escrito por el cual aceptamos que estamos ante una ficción, y que a partir de ella se revelarán las claves psicológicas de un período histórico ampliamente retratado en la pantalla, Phoenix se aleja conscientemente de las convenciones asociadas al cine de la posguerra en Alemania. "Me preguntaba si una historia que mezcla Vértigo y el regreso de los campos de concentración podía realmente contarse -explica el cineasta-, y entonces me puse a pensar en el cine alemán de la posguerra: ¿por qué no hay comedias ni películas de género? Y surgió la idea de que el nacionalsocialismo creó un abismo en el que volvemos a caer una y otra vez". Desde la fe poética en el relato, que avanza bajo un ritmo casi expeditivo y una concepción posmoderna que recuerda al mejor Paul Verhoeven (especialmente al de la memorable El libro negro), Phoenix sortea con confianza ese agujero negro al que van a dar casi todas las representaciones de un periodo histórico tan traumático. Su deuda no es tanto con la Historia ni con el judaísmo militante, sino con el propio lenguaje del cine y sus formas de representación. Phoenix conjura los fantasmas del horror precisamente para revelarnos que nunca fueron presencias espectrales, sino seres de carne y hueso a quienes tatuaron un número en el brazo y arrojaron a las llamas de la abyección. Su perfecta estrategia, su sublime desenlace, convierten el filme de Petzold en una experiencia inolvidable.