Image: Oliveira de ultratumba

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Cine

Oliveira de ultratumba

11 junio, 2015 02:00

Fotograma de Visita, ou Memórias e Confissões, de Manoel de Oliveira, 1982

Filmadrid clausura el sábado su primera edición con la película post-mortem de Manoel de Oliveira, que dejó terminada en 1982 solo para ser vista tras su muerte: una genuina sesión de espiritismo

Fue la proyección más emocionante de Cannes. El estreno internacional de Visita, ou Memórias e Confissões (1982) tomó la forma de una sesión de espiritismo. Después de la presentación de José Manuel Costa, director de la Cinemateca Portuguesa (en cuyos sótanos se ha resguardado la copia intacta del filme durante 33 años), las luces se apagaron y los fantasmas se manifestaron en la pantalla. Una experiencia memorable que indagaba en la propia esencia del arte cinematográfico, pues toda película es una película de fantasmas, de cuerpos y momentos reanimados. Más aún en este caso. Su director, Manoel de Oliveira, la dirigió muy joven, con apenas 73 años de edad, cuando apenas había realizado seis largometrajes. Su expreso deseo es que la película solo se enseñara tras su muerte, a modo de testamento fílmico o de intervención espectral. En sus cálculos no concibió que viviría hasta los 108. Así que han pasado más de tres décadas desde entonces, en las que Olivieria ha tenido tiempo de dirigir veinticuatro largometrajes más, aparte de numerosos cortos. Su testamento finalmente alumbró la pantalla.

Lo hará también este sábado, como clausura a la primera edición de Filmadrid (Cine Doré). Quizá no exista mejor modo de poner punto y aparte a esta gran cita de carácter internacional, que inauguró también un cineasta portugués, Pedro Costa. Hoy podemos entender por qué Oliveira quiso preservar esta película del escrutinio público mientras vivía. Es, como manifiesta su título, una película confesional, más autobiográfica aún que Viaje al principio del mundo (1997) y Porto da Minha Infancia (2001). El legendario cineasta se filma a sí mismo en su casa de Oporto que está a punto de abandonar, la que había construido en 1940 al casarse. Por ella deambulan los espíritus de tres generaciones, los recuerdos y las huellas de todas las películas que allí escribió, y el cineasta cuenta a cámara que debe abandonar la casa para saldar deudas que le angustian. Considera que en ese punto de giro en su biografía, y que también lo será en su filmografía -a partir de entonces su actividad será frenética, al menos una película por año-, es el momento preciso de echar la vista atrás, hacer balance de lo vivido, relatar la historia de su familia y hasta exponer sus convicciones más íntimas.

La estructura del filme es bicéfala. Por un lado, las intervenciones de Oliveira dirigiéndose a cámara. Por otro, las voces en off de dos misteriosos visitantes, a partir de un poético y hermoso texto de Agustina Bessa-Luís, que recorren los pasillos, las escaleras y las estancias de la casa, un bellísimo palacete rodeado de jardines y cuyo interior está tomado por diversas fugas de luz procedentes del exterior. Espacios evocadoras y cinematográficos, cuadros y fotos familiares, esculturas y mobiliario, figuritas y objetos que conforman el gusto del cineasta, su pasado y su personalidad. Un verdadero recorrido, por lo tanto, al interior de la mente de Oliveira y su mujer, que adquiere la forma de una indagación biográfica cuando el director, en su mesa de trabajo, se coloca frente a la cámara y nos habla: "En esta máquina escribo mis películas". En esos planos hace aparición el mundo de ultatrumba, como si el cineasta nos hablara desde el más allá. Oliveira regresa de los muertos.

La sesión de espiritismo adquiere un carácter aún más espectral cuando Oliveira dirige el haz de luz de un proyector de 16mm hacia el público y proyecta en las paredes de la casa imágenes familiares tomadas a lo largo de los años. Poniendo en escena su propia experiencia biográfica, el director vuelca sus memorias y confesiones íntimas, desde la historia familiar asociada a la fábrica heredada de sus padres hasta sus convicciones respecto a la idealización de la mujer virginal, deudoras de una educación jesuita, pasando por reflexiones sobre sus proyectos, la importancia de su esposa en su vida, su interés por la arquitectura... Hay en la película una colisión entre la espontaneidad con la que Oliveira se desenvuelve frente a la cámara y la puesta en escena del trayecto fantasmal por la casa, si bien en su conjunto la película respira una extraordinaria libertad y, sobre todo, una suerte de honestidad que termina por convocar la emoción genuina.

¿Tendría el mismo valor la película si no respondiera a su naturaleza póstuma? Indudablemente, el sentimiento de fantasmagoría que produce sería distinto, pero el valor biográfico del filme no pierde un ápice de su trascendencia. En todo caso, cada espectador debe descubrirlo por sí mismo.