Noche, oscuridad, calor. Cine de verano en la plaza del pueblo. Una de tiros, de amores prohibidos, de aventuras míticas... De Jamón, Jamón a Lawrence de Arabia, escritores, artistas, cineastas, músicos, actores y directores teatrales recuerdan aquí aquella película que vieron en plena ola de calor.
Aunque la filmografía de Béla Tarr no es en ningún modo vacacional y las condiciones atmosféricas de sus películas son neblinosas, ventosas y desapacibles (el imperio de la lluvia escribe Jacques Ranciere hablando de El hombre de Londres), siempre he visto sus trabajos en verano. En cierto modo porque un film como Satántangó tiene un metraje de 450 minutos y eso requiere del recreo que te introduce en la duración. El Caballo de Turín es una película más corta, dura 146 minutos, pero es igualmente portentosa. Comienza con un plano en negro donde una voz en off narra la experiencia que Friedrich Nietzsche tuvo el 3 de enero de 1889 en la vía Carlo Alberto de Turín ante la presencia de un cochero azotando a un caballo agotado que se negaba al movimiento. Nietzsche se abalanzó sobre el caballo abrazándolo hasta perder el conocimiento e introducirse con 44 años precozmente en la locura.Lo que a continuación sucede es una larga y formidable secuencia de un caballo que arrastra un carruaje. Caballo que, a partir de ese momento, no volverá a moverse en una negación fatal. Negación que atraviesa la película y a sus personajes, un padre (el cochero) y su hija campesina, entre la repetición de lo idéntico, tan solo modificada por el punto de mira, y un viento exasperante que augura un severo apocalipsis. Apocalipsis que al sexto día irá modificando el ritmo circadiano de la luz hasta proveer definitivamente las tinieblas. La película termina igualmente en negro; lo contrario del claror del verano pero lo más indicado para combatirlo.