No recuerdo si se repitió la experiencia más veranos o si fue solo uno, pero recuerdo sobre todo el sitio que se eligió para proyectar películas bajo las noches estrelladas de julio o agosto. En lo más alto del núcleo histórico de Castro Urdiales, detrás de la mejor arquitectura gótica de Cantabria, a los pies del castillo vuelto faro y cerca de los acantilados que volvían aquel espacio la mejor fortaleza se improvisó un cine al aire libre. Era mi espacio épico y era mi espacio onírico: por allí ejercía de lobo de mar adolescente y por allí pensaba que me arrojaría un día sin saberlo, al levantarme sonámbulo cualquier madrugada en mi casa.
Cuando he recordado aquellas proyecciones, he deseado haber descubierto en aquel cine de verano (quizá lo hice, quién sabe) Retrato de Jennie, de William Dieterle, por la propia superposición de tiempos que propone la película. Pero también porque ese escenario es por antonomasia el de las olas salvajes y las tormentas terribles, y el del vértigo y la caída. Es un lugar imán que ancla lo imaginario y vence al tiempo. Un lugar que inspira, como Jennie Appleton inspira al artista Eben Adams.
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