Noche, oscuridad, calor. Cine de verano en la plaza del pueblo. Una de tiros, de amores prohibidos, de aventuras míticas... De Jamón, Jamón a Lawrence de Arabia, escritores, artistas, cineastas, músicos, actores y directores teatrales recuerdan aquí aquella película que vieron en plena ola de calor.

Por suerte hay una canción para todo. (Y les prometo, señoras y señores, que esta historia es cierta).



Colgué el teléfono, miré al cielo por la ventana y empecé a preparar el vestido de concierto, repasando mentalmente una letra que había aprendido de niña pero que jamás antes había cantado delante de nadie, si exceptuamos el televisor de la casa donde nací. Incluso aunque aquélla no hubiese sido mi película preferida desde los dos años, la elección era tan obvia que no había que gastar ni un minuto en decidir nada. Eran las diez y cuarto de la mañana del 25 de este julio.



En una hora, antes de que llegase el temporal, vendrían a buscarme al hotel para llevarme a las oficinas de Wonderfeel, el flamante nuevo festival de música de cámara estrenado el día anterior en un parque natural, a una media hora de Amsterdam: 267 artistas, 190 técnicos y voluntarios, 3500 visitantes. La inauguración había sido un éxito pero aquella segunda mañana, mientras otra ola de calor asaba media Europa, Holanda amaneció con todas las alertas desplegadas ante la inminente llegada de una tormenta feroz. Una tormenta despiadada, de las que tumban árboles y rompen carreteras, que obligó a cancelar todas las actividades al aire libre que la región había previsto para aquel día. No quedaba otra: con un nudo en la garganta pero sin vacilar, tras más de un año de inversión y trabajo, los directores del festival Georges Mutsaerts y Tamar Brüggemann tuvieron que anular la jornada, avisando a trabajadores y público de que ninguno de los treinta conciertos previstos para el día podría realizarse.



En estos tiempos organizar cultura se ha convertido en algo heroico y peligroso. Es difícil dar un paso sin que los números y otros demonios menos claros te aconsejen que te des la vuelta y no intentes nada, para que no te caiga un árbol en la cabeza o no se rompa la carretera bajo tus pies. Por eso, ver aquella mañana los recién estrenados escenarios del festival convertidos en un campo de charcos y dinero perdido era de verdad mucho más triste que un mal día de lluvia. Ya habían llevado comida y mantas a la sede para que los cientos de técnicos y voluntarios venidos de todo el país pudieran guarecerse y esperar a que la tormenta acabara, y tanto desgaste suponía aquello para la región que hasta el alcalde, el señor Martijn Smit, estaba ya de camino para reunirse con ellos y pasar juntos la amargura, procurando no mirar por la ventana, hablando, jugando a las cartas, tomando sopa… ¿y por qué no cantando? Sí, claro, cantando también, fuera de toda discusión… cantar es aún más importante cuando no hace sol: el gran pianista Gerard Bouwhuis ya había aceptado el plan de emergencia y si yo también estaba de acuerdo celebraríamos un concierto para ellos en el refugio. Ya habíamos actuado juntos el día anterior, teníamos repertorio de sobra, pero por supuesto había otra canción que incorporar al programa: otra canción que estaba en mente de todos y que, sencillamente, no podía no cantarse.



Y cuando abrimos el recital y empezamos "I'm singin' in the rain", todo el barracón empezó a reír y a llorar y a tararear a una. No recuerdo ahora otro concierto donde una canción se convirtiese tan rápidamente en una declaración de intenciones: sí, dejad que las nubes dejen esto sin gente… que venga esa tormenta… yo estaré aquí, bailando y cantando bajo la lluvia.



Volver al hotel después de un concierto siempre es un poco raro, y ese día un poco más. Salté como pude por la habitación para no mojar mucho el suelo, dejé el paraguas en la bañera como si acabara de encontrarlo en el mar, encendí la calefacción (sí, en este julio, en esta Europa) y, puse la televisión para ver qué decían del temporal. Todo volvería a la normalidad en unas horas, explicaban, y me distraje ya viendo cómo otros mundos de lo programado sí seguían su ritmo, sin inmutarse por nada: en este canal había un programa de cocina, en este otro uno donde redecoran tu casa… y en este otro, por supuesto (si no, no lo llamarían magia) ¡estaban Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O'Connor mirando llover tras la ventana! Nunca me he alegrado tanto de encontrarme una película ya empezada (supongo que porque todo el día habíamos estado viviendo en ella) y me senté a verla, cantando otra vez junto al televisor como cuando tenía dos años. Así de perfecto, como en los finales felices: "Cantando bajo la lluvia", brillando ahí mismo para darnos la razón.

Soprano y profesora universitaria, Laia Falcón (Madrid, 1979) se licenció en Piano en el Conservatorio Superior de Salamanca y en Comunicación Audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid. Obtuvo, igualmente, el Doctorado en Sociología del Arte (Artes Escénicas) en la Sorbonne de París. En la actualidad compagina su carrera como cantante, con notables galardones como el Premio a la mejor cantante de la Academia Internacional de Verano Mozarteum 2010 de Salzburgo o el Premio 2009 a la mejor Cantante de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, con la docencia y el estudio de la ópera y la múscia clásica. Recientemente ha publicado el libro La ópera. Voz, emoción y personaje, sustanciosa y rítmica narración que hibrida lo divulgativo con el conocimiento hondo y fundamentado.