Matt Damon perdido en el planeta rojo en The Martian, de Ridley Scott

Ni Ridley Scott ni Gordon Green trascienden más allá del mero entretenimiento en el Festival de Toronto, mientras que el biopic de Hank Williams, I Saw the Light, carece del carisma de Keith Richards en un documental que imprime su leyenda.

Aquí no hay respiro. Es el cine perpetuo, de ocho de la mañana a doce de la noche, mientras afuera arrecian la lluvia y el viento. El de Toronto es un festival gigante y grato, con una participación ciudadana extraordinaria, que permanece durante horas haciendo colas en la calle, bajo sus paraguas y sin perder aparentemente el humor, para asistir a cualquiera de las trescientas películas programadas. Es un certamen (bueno, no, aquí no hay jurados, ni premios, ni competición) que transmite una idea de felicidad y pasión por el cine genuinas, a pesar de su condición de "festival de palomitas", donde permiten entrar a las salas con cajas de comida y bebida, incluso una vez que ha empezado la proyección. Pero en Canadá impera una suerte de civismo que no transforma estos derechos en una pesadilla para el espectador. La amabilidad de los cientos de voluntarios -esas personas de naranja siempre con una sonrisa en el rostro- parece infinita: "Qué pase un buen día y que disfrute de la proyección".



Aunque las instalaciones del Scotiabank Theatre -donde en sus catorce amplias y cómodas salas de butacas reclinables se proyectan la mayoría de pases para prensa, industria y público- desprendan cierto tufillo a mantequilla y queso, lo cierto es que aún permanece en primer plano el entusiasmo hacia todo tipo de cine, del último blockbuster a la penúltima pieza experimental capaz de intrigarnos. Todo lo que se vea aquí definirá la temporada cinematográfica de otoño / invierno, tanto en términos de industria como de creación. La cuota de celebridades es tan alta como la de la alfombra roja de Cannes, solo que más cercana al espectador común. Al llegar a la sede central del TIFF, tras 17 horas de viaje desde Madrid, nos topamos con George Clooney y Matt Damon fotografiándose con el público congregado a la entrada del cine. Cada cual está aquí para la prèmiere de sus respectivos últimos trabajos: el primero, siempre interesado en los mecanismos de la política, como productor de Our Brand is Crisis, de David Gordon Green; el segundo como protagonista de The Martian, de Ridley Scott, acaso el blockbuster que más atención ha generado en el festival a pesar del tibio recibimiento crítico.



De Marte a Bolivia

La aventura de ciencia-ficción que pone en escena The Martian, basada en la novela de Andy Weir publicada on-line, es visualmente espectacular pero acaba fracasando en todo aquello que han fracasado las películas del autor de Blade Runner desde que hizo, pongamos, Telma & Louise -y de aquello hace ya media vida-: el pulso emocional. La aventura de un astronauta dado por muerto en el planeta rojo, y la misión de rescate que se pone en marcha desde la Tierra al descubrir que sigue vivo, nunca llega a despegar, a pesar de las intensas interpretaciones de Damon, Jeff Daniels y Jessica Chastain. El filme cumple todos los requisitos de acción estimulante y exposición dramática necesarios para llegar al gran público, si bien The Martian no contiene realmente nada en su interior que la haga especialmente memorable al lado de otras producciones cósmicas como Misión a Marte de Brian de Palma o Interstellar de Christopher Nolan. No estoy seguro, pero creo que aún debemos pedirle al británico algo más que una solvente película de ciencia-ficción para pasar el tiempo. Prometheus, créanme, tenía más interés que esto.



Sandra Bullock y Joaquim deAlmeida protagonizan Our Brand is Crisis, de David Gordon Green

El nuevo trabajo del que a principios de siglo fuera celebrado como la confiable y última promesa blanca del cine independiente, David Gordon Green (George Washington y All the Real Girls tocaron profundas simas de lirismo), coloca a Sandra Bullock en el centro de la trama dando rienda suelta a su registro cómico y sus habilidades para el slapstick y los diálogos acerados de un preciso guión de Peter Straughan. Bullock interpreta a una inteligente asesora de campañas políticas, cuya vida personal es inexistente, contratada por un candidato a la presidencia boliviana, el multimillonario Castillo (el portugués Joaquim de Almeida en un evidente esfuerzo por hablar español, como enésima muestra de que los "latinos" somos todos iguales para Hollywood), a quien las encuestas apenas dan un 8% de los votos al principio de la carrera por el sillón presidencial. El filme convierte en ficción algunos hechos expuestos en el documental dirigido hace cinco años por Rachel Boynton, del mismo título -algo así como "nuestra marca es la crisis"-, que reflexionaba sobre las estrategias y técnicas de marketing de la intervención norteamericana en las campañas políticas de Latinoamérica.



El filme toma la forma de una comedia contenida a la que le habría venido bien algo más de desenfreno -no en vano se trata del mismo director de la magnífica y desacomplejada Superfumados-, como una secuencia en la que los autobuses de campaña de los candidatas principales mantienen una carrera por los escarpados paisajes bolivianos, o el atropello de una llama en el rodaje de un spot electoral. Hay inteligencia en el guión y energía en las interpretaciones de Bullock y de su antagonista, Billy Bob Thornton. Hay también un tono irónico y descreído hacia lo que está narrando, es decir, la escenificación de la política entendida como un espacio de representación y una plataforma para el engaño social, así como la visión paternalista y el sentimiento de superioridad de los "gringos" respecto a los "indios" (en estos términos se expresa la propia la película). Our Brand is Crisis acaba emprendiendo el mismo trayecto de su protagonista, del cinismo al compromiso político, y ahí es donde el relato y la ética del personaje se quiebran y la película, la comedia, pierde gran parte de su atractivo. En última instancia, como todo candidato presidencial, el filme no acaba entregando al público aquello que prometía.



Biopics musicales

En un momento del filme, el personaje de Bullock revela el secreto de su estrategia electoral afirmando que todo consiste en crear una narrativa para el hombre y no un hombre para la narrativa. Podríamos tomar estas palabras para alumbrar el principal vicio, tan propio de los biopics, que corre por las venas sin sangre de I Saw The Light, la biografía de Hank Williams llevada al cine por Marc Abraham con todo el diseño de oropel y de prestigio que estas producciones suelen arrastrar en el consabido juego de Hollywood. Nada nuevo bajo el sol, por tanto, nada que distinga esta calculada película, trazada con escuadra y cartabón, de I Walk The Line (Johnny Cash) o Ray (Charles Ray), por ejemplo. Como lo fueran Joaquin Phoenix y Jamie Foxx en aquellas, aquí es el británico Tom Hiddleston quien se enfrenta al desafío, desde el razonable parecido físico, de recrear la voz y los gestos del cantautor norteamericano, genio del country que falleció en su Cadillac el primer día de 1952, con apenas 29 años de edad.



Tom Hiddleston se mete en la piel del genio del country Hank Williams en I Saw The Light

El relato cubre los seis años de ascenso, estrellato y ruina física y psicológica del creador de Cold, Cold Heart (tema que abre el filme, interpretado a capela por Hiddleston bajo la luz de los focos, en una secuencia que podría o no ser un sueño), centrándose más en los detalles biográficos del retratado que en el corazón de su arte. Su adicción al alcohol y las mujeres, su turbulenta relación con su mujer Audrey (Elizabeth Olsen, en otra gran interpretación) o su reputación de no asistir a los bolos contratados cuando no se encontraba físicamente bien… todo eso, en fin, que no tiene nada que ver con la verdadera relación del genio con su música. El filme avanza como si rellenara los huecos de un formulario, sin alma y sin verdadero contenido, y no es más que el repertorio musical (aunque sea en la voz de Hiddleston) lo que nos mantiene interesados, la energía y la calidez de unos temas que, desde su naturaleza primaria, apuntan a la esencia de las emociones humanas: Your Cheatin' Heart, Lovesick Blues, etc.



Mucho más interés despierta el documental Keith Richards: Under the Influence, dirigido por Morgan Neville (responsable del oscarizado A 20 pasos de la fama), nuevo gesto del guitarrista de los Rolling Stones para imprimir su leyenda tras la publicación de sus memorias. Es este un verdadero retrato del guitarrista, que a pesar de su inevitable carisma adulador, al contrario que el biopic de Hank Williams no hace encajar al personaje en un drama preconcebido, sino que encuentra su cauce narrativo en el retrato del personaje. Además, la relación de la película con la música es realmente genuina y reveladora. Mientras graba un disco en solitario, Richards hace balance de su vida y obra a través de las influencias musicales (blues, country, jazz, reggae, etc.) y las ciudades que lo nutrieron, en una estructura que remite, al menos en la primera parte del filme, a la serie Sonic Highways del líder de Foo Fighters.



Algunos apuntes sobre la relación de Richards con Mick Jagger, los testimonios de su amigo Tom Waits, sus encuentros con viejos amigos y sus propias reflexiones sobre cómo ha llegado hasta dónde ha llegado no pueden competir en todo caso con algunos metrajes de archivo que son un verdadero regalo para la vista y los oídos: el metraje inédito de la grabación de Street Fighting Man (tan similar a la película que Godard filmó con sus satánicas majestades en One Plus One) o los momentos en que Richards compartió escenario con sus ídolos Chuck Berry (y la tensa discusión que tuvieron), Muddy Waters o Howlin' Wolf. Una película que no se convertirá en un hito del rockumentary, que si queremos no pasa del retrato amable de un profesional del hedonismo en su ingreso en la tercera edad, abriéndonos las puertas a su casa y su intimidad, propulsado todavía por una asombrosa pasión por la vida y el rock & roll, pero que sin duda saciará las expectativas de fans y seguidores.



También se proyectan estos días aquí en Toronto los estrenos mundiales de Born to be Blue, un biopic de Chet Baker encarnado por Ethan Hawke, y el documental Janis: Little Girl Blue (Andy Berg), que promete revelar metraje inédito y arrojar más luz sobre la personalidad de la malograda Janis Joplin. Las alianzas entre el rock y el cine, aunque sea con propuestas que no son realmente innovadoras, siguen dando sus frutos. Continuaremos informando.



@carlosreviriego