Jaime Ordóñez y Carlos Areces en un momento de Mi gran noche

El despotismo laboral, la cultura del entretenimiento, el cotilleo y la chapuza son algunos de los ingredientes del sainete que Álex de la Iglesia ha montado en Mi gran noche. Llega estos días a las carteleras con un reparto monumental.

La distancia entre la realidad representada y la realidad de quienes la representan ha sido una constante en el cine de Álex de la Iglesia. Es en ese terreno de lo falso en el que el cineasta encuentra la horma de su zapato, en esos lugares de felicidad prefabricada por la propaganda construidos por la cultura de masas de Crimen Ferpecto (2004) o en las bambalinas de esa pareja de cómicos siempre a la greña en una de sus películas más personales, Muertos de risa (1999) por no hablar del universo de violencia que se escondía detrás del circo de Balada triste de trompeta (2010), película por la que ganó el León de Oro a Mejor Director en Venecia.



Por tanto, la imagen de esos extras televisivos que hacen ver que se divierten encerrados en un plató en agosto -asediado de forma cada vez más agresiva por una huelga de trabajadores- como invitados a una gala pregrabada de Nochevieja entra de lleno en el imaginario de un artista al que le gusta indagar detrás de lo que pasa en esos sucedáneos de alegría que genera la contemporaneidad con unos medios de comunicación de masas entregados al desenfreno continuo. En ese universo, Álex de la Iglesia convierte su película en un caótico circo sobre la hispanidad durante una gala que quiere ser al mismo tiempo una reivindicación de la grandeza del espectáculo como una ácida crítica a su vacuidad en la era del Sálvame.



Sale todo el mundo. Santiago Segura es un despótico jefe, Hugo Silva y Carolina Bang son una pareja de presentadores que se odian y que rivalizan de forma agria; Carmen Ruiz y Carmen Machi son dos realizadoras de televisión de la vieja escuela, Mario Casas es un ídolo de la canción pasado de vueltas y Blanca Suárez una bella gafe. La estrella del asunto es Raphael, una de cuyas canciones más famosas, Mi gran noche, da título a la película, que regresa al cine interpretando a un divo de la canción insoportable y malvado que tiene tiranizado a su hijo (Carlos Areces). Pepón Nieto, que da vida a un pobre diablo en paro preocupado por su madre y que enamora sin saber cómo a Suárez, ejerce como contrapunto a la locura colectiva.



El sainete siempre ha sido un género en el que el autor de La comunidad (2000) se ha manejado con soltura. De la Iglesia convierte su delirante gala en un gran friso en el que salen casi todos los males de nuestro país: el despotismo laboral, la devastadora crisis, una cultura del entretenimiento entregada a la banalidad y el cotilleo, la envidia y la mala fe o la tendencia a la chapuza. Un circo en el que la figura de Pepón Nieto, ese hombre común, de apariencia un poco gris pero con buen corazón, víctima de las circunstancias, ejerce como fuerza de equilibrio de decencia frente a un caos en el que impera el sálvese quien pueda. Se nos aparece como una figura redentora que conecta la película con la comedia clásica italiana, sin desdeñar los ecos de Berlanga en esas escenas corales en las que el director se maneja con soltura.



Dice De la Iglesia que sus películas son como una fiesta y que su principal pretensión es que la gente se lo pase bien. Cineasta amante de lo excesivo, en Mi gran noche ofrece una comedia aparentemente ligera, irregular pero brillante en algunos momentos, donde caben desde el universo de La guerra de las galaxias hasta el universo de Ibáñez. Al mismo tiempo que lanza su particular homenaje al espectáculo, cuya degradación simboliza un Mario Casas con un personaje idiotizado, el director también nos cautiva con un magistral número de inicio. Hay una cierta nostalgia, mucha mala leche y una galería de personajes patrios, de la choni al jefe sin escrúpulos, tan excesiva y caricaturesca como por momentos certera.



@juansarda