La academia de las musas de José Luis Guerín

Durante noviembre, tanto el Festival de Sevilla (6-14) como la Muestra de Segovia (18-24) se ofrecerán como escaparates del cine europeo más reciente, del que la cinematografía gala sigue siendo su pulmón. En busca perpetua de su identidad, ¿qué es, en qué ha quedado el cine europeo?

Bajo los imperativos de la globalización, parece más necesario que nunca preguntarnos por la cinematografía continental. Sobre todo cuando las distintas crisis -económicas, políticas, culturales- que atraviesa Europa parecen desembocar en una crisis de identidad que ha puesto en peligro sus propios cimientos. ¿Qué es el cine europeo? ¿Existe o es una entelequia, un deseo? Sobre estas cuestiones pivotan las programaciones del Festival de Cine Europeo de Sevilla (del 6 al 14 de noviembre) y de la Muestra de Cine Europeo de Segovia (del 18 al 24), que se ofrecen como escaparates para aglutinar algunas de las las propuestas del Viejo Continente más destacadas del presente y del pasado.



Si nos dejamos llevar por algunas de las últimas selecciones a concurso en Cannes -escaparate tradicional del cine europeo más revulsivo-, por ejemplo, concluiremos que algunos de los grandes autores han desertado (aunque sea temporalmente) de su país. O al menos de su idioma. El griego Yorgos Lanthimos (La langosta), los italianos Paolo Sorrentino (Youth) y Mateo Garrone (El cuento de los cuentos), los franceses Gaspar Noé (Love), Olivier Assayas (Viaje a Sils Maria) y Guillaume Nicloux (The Valley of Love), el húngaro Justin Kurzel (Macbeth) o el noruego Joachin Trier (Louder than Bombs), todos ellos se han trasladado con sus filmes fuera de sus países para rodar, casi todos en inglés, una historia con estrellas internacionales. Podemos sumar, también, a Fernando León (Un día perfecto), Isabel Coixet (Nadie quiere la noche), José Luis Guerín (La academia de las musas) o Alejandro Amenábar (Regresión) a la ecuación.



Las migraciones europeas al cine norteamericano, y viceversa, son una moneda de cambio tradicional en la producción cinematográfica, si bien la hibridación del cine europeo pasa en este nuevo siglo por un carácter transnacional, que no solo contempla las tradicionales coproducciones entre varios países continentales sino entre naciones de todo el mundo.



Flujos migratorios

Blood of my blood de Marco Bellochio

En una Europa sin fronteras, babélica y desterritorializada, el cine trasciende la letra pequeña del pasaporte y sus símbolos nacionales para sobrevivir a los flujos migratorios de la globalización. Así, una película como Educación siberiana, que se estrena hoy, está dirigida por un italiano, Gabriele Salvatore, y cuenta una historia soviética protagonizada por un actor norteamericano, John Malkovich.



Con películas como Nymphomaniac (2013) del danés Lars Von Trier; 10.000 noches en ninguna parte (2013) del español Ramón Salazar, o la reciente No Home Movie (2015) de la belga Chantal Akerman, carece de sentido dividir el cine en apartados nacionales. En todo caso, las tradicionales confrontaciones asimétricas entre el "cine de Hollywood" y el "cine europeo" siguen siendo válidas en muchos casos: arte frente a industria, autores versus productores (y actores), estilos nacionales frente a formas neutrales. Cierto es que el fracaso de los llamados "europudding" -producciones transfronterizas como Una casa de locos (2002), de Cédric Klapisch, o El perfume, historia de un asesino (2006), de Tom Twyker, completamente despersonalizadas- no han ayudado a la creación de una sólida identidad fílmica europea, si bien han puesto de manifiesto cómo en el mundo de las coproducciones continentales se hace más necesario que nunca apostar por lo local para llegar a lo universal.



Los casos portugueses, por ejemplo, son especialmente relevantes en este sentido. Cuando Miguel Gomes realiza su épica vanguardista Las mil y una noches, toma como inspiración un relato universal para profundizar en los terribles efectos de la crisis económica en Portugal, mientras que las inmersiones de Pedro Costa en el barrio lisboeta de Fontainhas se ofrecen desde lo extremadamente local como una visión global de la supervivencia. El cine portugués, al que habría que sumar nombres como los de Joao Pedro Rodrigues (Morrer como um homem, 2009) o Joaquim Pinto (E agora? Lembra-me, 2013), descendientes directos de los maestros Manoel de Oliveira y Joao Cesar Monteiro, conserva esa confiable cualidad del cine europeo asociado a la vanguardia autoral y la libertad creativa.



Las mil y una noches de Miguel Gomes

La llamada Nueva Ola Rumana ha puesto de manifiesto en los últimos años la sed de críticos y festivales por etiquetar movimientos de autor nacionales, aglutinando en un mismo espectro las obras de Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas y dos días, 2007), Corneliu Poromboiu (Comoara, 2015) o Radu Muntean (One Floor Below, 2010), más justificada en todo caso que la necesidad de aunar a los austriacos Michael Haneke, Ulrich Seidl y Ruth Mader, o de trazar resonancias estilísticas de infinidad de cineastas europeos con la obra de los hermanos belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne, cuya influencia en el cine europeo es palmaria.



El país de los Lumière y Godard

El cine francés y su larguísima nómina de autores, capaces a veces con sus personales propuestas de competir en las taquillas con los estrenos más comerciales, sigue siendo el pulmón de un cine de autor realizado con estructuras industriales. A los autores del momento -Mia Hansen-Love, Alain Guiraudie o Céline Sciamma, entre otros- se suma el largo historial de Francia como nación de acogida de artistas obligados al exilio. Lo cierto es que allende las fronteras continentales y a pesar de los esfuerzos comunitarios por crear un "eurocine" -asociado directamente a la excepcionalidad cultural-, la identidad cinematográfica europea se sigue asociando al país de los Lumière y Godard, que ha sabido perpetuar su tradición de grandes cineastas desde luego mejor que los italianos o los alemanes.



One Floor Below de Radu Muntean

De la nación de Fassbinder, cuyo cine sigue purgando su conciencia histórica, surgen producciones diseñadas con clara vocación internacional, remanentes del cine de género, con espacio también para autores importantes como Christian Petzold o Andreas Dresen; mientras que el cine nórdico encuentra en Dinamarca -que aún vive en la resaca del Dogma 95- y Suecia -Roy Anderson, Ruben Östlund- quizá sus cinematográfías más identificativas. Un fenómeno oscarizado como Ida, de Pawel Pawlikowski, ha vuelto a colocar al cine polaco en el mapa internacional con un vigor desconocido desde Kieslowski, así como Andrey Zvyaginstev (Leviatán, 2014), amén del maestro Alexandr Sokurov, lo ha hecho con el cine ruso y la tradición tarkovskiana.



De idiosincrasia múltiple, dispersa y mutante, preguntarse hoy en día por la existencia real de un cine europeo es tanto como cuestionarse, con toda legitimidad, la verdadera existencia de la propia Europa. Suma de todas sus partes, no deja de ser un territorio imaginario.



@carlosreviriego