Una imagen de Juana a los 12

El debutante Martín Shanley coloca a su hermana Rosario bajo la atención de la cámara, que la escruta sin descanso en la ficción que construye para ella, con el objetivo de retratar el universo de una niña de doce años.

El hermetismo preadolescente, la endogamia de un mundo propio y realmente impenetrable, la imposibilidad de comprender qué ocurre en una mente que descubre su individualidad y se ve alterada por las transformaciones del cuerpo, por la pertenencia a un entorno en el que definitamente no se siente a gusto. El universo de una niña de doce años. ¿Cómo acceder a él? ¿Cómo retratarlo? El debutante Martín Shanly coloca a su hermana Rosario bajo la atención de la cámara, que la escruta sin descanso en la ficción que construye para ella, y que acontece entre la casa y el colegio, en un entorno adinerado y competitivo, diríamos que hasta decadente. La tensión del filme pasa por no saber nunca lo que piensa Juana, más bien huidiza y callada (excepto con su madre, interpretada también por la madre del director y la protagonista), retraída y manipuladora; por convertir en un drama extraordinario asuntos tan banales como si es invitada o no a una fiesta de disfraces de sus compañeras de aula. La tensión procede también de la morosidad del relato, mínimo, monocular, siempre a punto de quebrarse, en un delicado equilibrio entre la distancia y la cercanía con la realidad y el sujeto que retrata.



En un momento dado, Juana es sometida a una exploración por TAC, pero al igual que ocurre en la película, que ella ríe y ríe imposibilitando realizar satisfactoriamente la prueba clínica, también al espectador le estará vedado el acceso a su actividad cerebral. La niña apenas habla, solo actúa aparentemente motivada por los celos o la envidia, acaso víctima de la minusvalía afectiva de vivir sin padre. La honestidad del filme pasa por aceptar el misterio sin forzar su revelación, por embaucarnos en la claustrofobia interior y el mutismo emocional que padece la protagonista mediante planos estáticos y en formato 4/3, huyendo de notas explicativas o coartadas sentimentales. Como en Los 400 golpes de François Truffaut o en Mouchette de Robert Bresson, como en Rosetta de los Dardenne o en Tomboy de Céline Sciamma, el único argumento es factual, el registro de los hechos, la determinación de un cuerpo en movimiento y una mente sellada a cal y canto.



Juana a los doce se expresa, por tanto, desde la incertidumbre y el extrañamiento. Se concentra en una edad cuyos torbellinos íntimos no hay forma de desembrollar, si bien la película, en su impactante tramo final, parece proponer una salida freudiana, proponiendo al menos una puerta de entrada al universo onírico de la joven preadolescente. La posibilidad de empatía con el personaje, cuyo malestar, amargura y rebeldía interior conquistan la superficie de la pantalla, se resuelve sin solución de continuidad, abocándonos al perpetuo desconcierto de un relato que parece mostrarse tan inseguro de sí mismo, pero también tan eficaz, como la propia protagonista. El filme no promete nada que no acabe entregando, se mantiene siempre en coherencia con su propia ambigüedad, asumiendo que todo intento por revelar los mecanismos psicológicos de su protagonista está abocado al fracaso. Y ese es al cabo su genuino éxito.