Harrison Ford vuelve a ser Han Solo en El despertar de la fuerza
J.J. Abrams alumbra sin duda un nuevo camino para la soap opera que transformó para siempre (y hasta hoy) la industria del cine asociada a la industria del espectáculo.
La confianza en su talento y en su inteligencia estaba por tanto justificada. Con el episodio VII de Star Wars, El despertar de la fuerza, Abrams alumbra sin duda un nuevo camino para la soap opera que transformó para siempre (y hasta hoy) la industria del cine asociada a la industria del espectáculo, el sentido de la aventura y la exploración de nuevos estímulos. No es en ningún caso una maniobra de reseteado, sino una operación que conscientemente asume su anclaje en el tributo para a partir de él sondear otras latitudes galácticas. Hay probablemente en este despertar tanto temor por evadirse de la nostalgia como de caer presa en sus garras, y aunque el equilibrio conquistado no es perfecto -el poder de la fuerza de las primeras entregas (capítulos IV y V) es realmente tentador-, Abrams aún logra encender de nuevo la llama, o la espada láser, sin quemarse las manos.
Creemos que Abrams ha hecho con Star Wars acaso lo único que podía hacerse para contentar a las masas fandom, todos ellos hijos de Darth Vader. Se ha puesto en su lugar (al que seguramente pertenece) para jugar como hacía en su infancia con las figuritas de merchandising de la saga, es decir, proponer aventuras nuevas que no son sino una variante posible de la misma aventura, una suerte de replicación deformada. En el juego, la sensación de deja vu es relevante. Ha destilado el espíritu de su personaje más humano y lo ha convocado en la pantalla como si fuera un espectro: cada plano de Han Solo, bajo las arrugas y el cabello encanecido de un Harrison Ford que convierte el agotamiento (o el hastío o el desencanto) en una técnica de interpretación, propone un viaje a la cápsula del tiempo. Su espíritu, decimos, está ahí incluso antes de que aparezca en pantalla: en el sentido del humor del primer careo entre antagonistas, en la subversión clandestina del outsider, en la tensión entre quedarse o salirse de la historia ya contada, es decir, de la plantilla.
[SPOILERS]
Abrams es Han Solo, entonces. Al menos su proyección en el mundo terrícola. El Han Solo que ha regresado a la clandestinidad bajo el aura de un héroe del pretérito, el Han Solo que extrae su coraje de la nobleza que oculta, el Han Solo que se reencuentra con su Halcón Milenario y la princesa de sus sueños. El relato maestro de este despertar es la tragedia paterno-filial, de nuevo; la información que lo propulsa está escondida en un simpático droide, de nuevo; la llamada de la fuerza se alía con el destino en un planeta desértico, de nuevo... Desde el primero instante, todo un colorario de escenas y action-pieces, como la del bar poblado de criaturas extravagantes -y donde la elegida leerá su viaje astral como Luke hizo en el pantano de Yoda-, parecen existir para que nuestra memoria (nostalgia) superponga imágenes del pasado sobre la secuencia que estamos viendo. Esto es muy subjetivo (o no tanto), pero en el terreno conceptual su alquimia nos seduce. Star Wars en doble exposición.A la generación de los setenta, el juego de espejos con La guerra de las galaxias y El imperio contraataca (y El retorno del Jedi en menor medida, pero también) nos coloca frente al reflejo de nuestra infancia para darnos cuenta de lo mucho o lo poco que hemos querido cambiar. Los ritmos son ahora más rápidos, desde luego -aunque siga sorprendiéndonos, y arrastrándonos, la velocidad conductista de la película seminal-, los finales piden ahora un refinal (si es indeterminado y operístico, mejor), las fuerzas oscuras desarrollan el gigantismo, las muertes son más crueles (ya lo verán, el Apocalipsis solo merece unos segundos displicentes), los sentimientos de amor y furia más desatados, las líneas de diálogo algo más elaboradas y los códigos de inmersión más sofisiticados. En todo ello, esta séptima entrega logra su cometido. No apabulla y no ensordece, permite que en el corazón de la fanfarria se gesten los vínculos emocionales, que los tiempos muertos no estén realmente muertos. Pero eso no basta. Hay que añadir el asombro y el misterio: "Todo eso de los jedis, del poder de la fuerza, de las corrientes de energía que unen el bien y el mal... Todo eso era cierto", explica Han Solo a los que tomarán el testigo (recito de memoria). Y suena como si fuera la voz que Abrams escucha en su conciencia.
Pero si era cierto, ¿puede volver a serlo? El propósito es honesto y el trabajo admirable. En el mejor de los casos, Abrams logra que los personajes familiares nos reconquisten (desde el momento en que la cámara se reencuentra con ellos) y sus relevos en los personajes nuevos tomen formas prometedoras. Daisy Ridley (Rey), John Boyega (Finn), Adam Driver (Kylo Ren) y Oscar Isaac (Poe Dameron) son casi enteramente responsables de que así ocurra. Y eso es un salvoconducto al éxito de la secuela: librarse de las ataduras al pasado. Hace quince años, con el estreno de la precuela, Lucas aseguró que no habría secuela, al menos no una que él fuera a dirigir. "La historia de Star Wars es la tragedia de Darth Vader -dijo-. Esa es la historia. Una vez que muere, no regresa a la vida, el Emperador no es clonado y Luke no se casa...". ¿Qué hacer una vez que el trayecto del padre y del hijo se ha completado? Idear otro trayecto paternal: digamos que el famoso "soy tu padre" se desdobla en otro hijo díscolo y el abuelo enmascarado.
La respuesta que proponen Abrams y el guion que co-escribe con el viejo conocido Lawrence Kasdan (guionista de El imperio contraataca) descansa por tanto en la creatividad mimética, en el reflejo y la reedición: la familia seguirá siendo el núcleo concéntrico de las guerras galácticas. La mímesis anida su previsibilidad, en todo caso, y a eso es a lo que el despertar de Star Wars no logra escapar: el factor sorpresa desafortunadamente desaparece apenas iniciado el segundo acto. Conocemos el tablero de juego, incluso la película se encarga de que los escenarios sean réplicas más o menos clonadas. Entonces es cuando decidimos gestionar nuestra madurez y sus colmillos retorcidos lo mejor que podemos. Abrams nos invita acaso a reencontrarnos, y psicoanalizarnos, con el crío que fuimos hace mucho tiempo, en una galaxia no tan lejana, pero desde luego ya inalcanzable. Yo al menos, condenado a la doble exposición, no puedo dejar de ver los fantasmas. La nostalgia nunca fue por lo que vimos, sino por lo que imaginamos que vimos.