Un momento de Los exiliados románticos, de Jonás Trueba
Ni un solo título español de los cinco que lideran los votos de los críticos de El Cultural se ha cocinado en los fogones de la industria. Ninguno confía su suerte en los planes de amortización en taquilla o en cineastas de renombre. Todos sus responsables proceden de la heterodoxia creativa, son genuinos outsiders o debutantes en el paisaje cinematográfico. La tendencia que se ha venido imponiendo en los últimos tres años ha conquistado ya definitivamente, y por completo, al gusto crítico en el año en que han estrenado figuras como Alejandro Amenábar, Julio Médem o Álex de la Iglesia. Sus últimos trabajos representan para la crítica estampas del pasado, trabajos conformistas y genéricos que carecen de la frescura detectada en las obras de cineastas apenas conocidos pero de gran predicamento en festivales internacionales, y que ocupan ahora el centro de la atención crítica. Algo (muy bueno) ha pasado con el cine español, a pesar de que los escándalos oportunistas y las desastrosas candidaturas a los Goya quieran manifestar lo contrario.Este fenómeno, esta realidad, ya hace tiempo que no debería sorprendernos -en los pasados años, ganaron obras tan esquinadas como las de Juan Cavestany (Gente en sitios) o Carlos Vermut (Magical Girl)-, si bien aún sigue siendo ignorado por quienes no deberían hacerlo. Todas ellas son películas filmadas con poco dinero y mucho talento, cuatro de ellas sin recibir ni un euro de ayudas (o subvenciones) institucionales, lo que debería al menos sonrojar a los responsables del ICAA, pues es injustificable de cara a la diversidad cultural y calidad artística por la que debe velar el Estado. Pero esa circunstancia no debe servir de argumento para consolidar las falsas y engañosas virtudes del cine low cost, y condenar a ciertos autores a desarrollar su carrera en precario, sino precisamente para dotarles de mejores medios y mayor atención para que sigan trabajando y puedan entregar en el futuro películas que sumen prestigio y patrimonio al cine español. El propio Sergio Oksman aseguraba en el Festival de Sevilla, donde compitió con su extraordinario filme O Futebol, que su trabajo también es "marca España". Y lo es. Como también lo son las magníficas películas de Borja Cobeaga (Negociador), Ángel Santos (Las altas presiones), Jonás Trueba (Los exiliados románticos) y Carolina Astudillo (El gran vuelo), cinco propuestas de muy distinto linaje, formato y aspiraciones que no figuran entre las obras más vistas por el espectador medio, pero sí entre las que mayores conquistas cinematográficas han alcanzado este año.
No se puede decir lo mismo de los cinco títulos internacionales, que vienen a desafiar el centralismo tradicional del cine americano. Dos de ellos, al menos, han ocupado los primeros puestos de las cifras de recaudación -la última maravilla de Pixar y el resurgimiento de la saga Mad Max por su creador original-, si bien dan debida cuenta de la heterodoxia identitaria de la creación contemporánea. La película más relevante del año puede ser tanto una refinada película de artes marciales china en manos de un maestro taiwanés, el último producto de la factoría de animación más poderosa de la industria o la resurreción de un western apocalíptico australiano que creó su mitología hace casi cuarenta años. También hay lugar para el final de la utopía californiana en clave noir psicodélica, en la que el gran Paul Thomas Anderson vuelve a vindicar la tradición del cine americano para que cruce nuevas fronteras, y, en el extremo opuesto, un cineasta portugués que vuelca su agonía más íntima en la forma de un diario filmado, rebasando otra suerte de límites.