Vicent London en La ley del mercado

El drama del desempleo consume al protagonista de La ley del mercado, de Stephane Brizé, con la que Vincent London fue premiado como Mejor Actor en Cannes. Pero el drama realmente empieza cuando encuentra trabajo...

Para Karl Marx, la conciencia de clase era el reverso de la alienación. O dicho en otras palabras: "la imposibilidad de ver la explotación capitalista en la propia vida cotidiana". No basta con pertenecer a una clase social, sino que hay que ser consciente de ella y actuar en consecuencia. Cierto cine social, especialmente europeo, ha tratado de poner en evidencia en los últimos años cómo eso tan abstracto, problemático y huidizo que se ha venido en llamar "conciencia de clase" parece haber pasado a mejor vida. O al menos ya no es posible armonizarla con la realidad laboral de nuestros tiempos.



Robert Guédiguian entonó el réquiem de la hermandad proletaria (y de la lucha sindical) en Las nieves del Kilimanjaro (2011), a pesar de que el panfletario Ken Loach siga apelando a sus virtudes y necesidades como si el tiempo y las crisis no hubieran hecho mella. Por su parte, los hermanos Dardenne entregaron en una sola película, Dos días, una noche (2014), la más sencilla y la más compleja al tiempo de las radiografías en torno a la frágil, hipotecada solidaridad laboral. Encontrarse a estas alturas con una película como La ley del mercado plantea algunas interesantes reflexiones sobre qué entendemos hoy por conceptos (y opuestos) de raíz marxista como proletario y patrón, trabajador y capataz, conciencia de clase y alienación, etc. Y además no deja de ser una magnífica película.



Convenimos en que Stephane Brizé no es un cineasta superdotado, que en trabajos como No estoy hecho para ser amado (2005) o Mademoiselle Chambon (2009) ha mostrado más habilidad que talento para poner en escena las historias que él mismo escribe, siempre con un pie puesto en la familia y otro en el trabajo. La ley del mercado, en la que sigue explorando las interferencias entre ambos núcleos sociales, representa sin duda un paso adelante en su filmografía, una suerte de refinamiento. Protagonizada por Vincent London (premio a Mejor Actor en Cannes), sigue los pasos de Thierry Taugourdeau, un hombre de 51 años, casado y padre de un hijo discapacitado, envuelto en un via crucis para encontrar trabajo y, luego, para mantenerlo. Lo segundo se revelará más difícil que lo primero.



En La ley del mercado, acaso como en el contexto económico actual, no hay lugar para los principios humanistas y la supuesta ética del trabajador. La integridad es apenas una palabra hueca que no puede competir con la necesidad de supervivencia. Términos como igualdad y justicia pierden su sentido en un marco económico, una ley del mercado, radicalmente viciados por las hojas de excel. Thierry lleva más de un año buscando trabajo desde que perdió su puesto en una fábrica y trata de mantener su familia a flote con un cheque de desempleo de 500 euros. Nada fuera de lo normal, el cotidiano de nuestros días. Entre la búsqueda de trabajo, el pago de la hipoteca y las necesidades presupuestarias para la educación de su hijo, el filme en su primera parte toma la forma de un ritual de negociaciones: con potenciales empleadores, con los bancos, asistentes sociales y, en una escena especialmente memorable, con un matrimonio interesado en comprar su autocaravana. Sentimos cómo un par de cientos de euros pueden tener un efecto devastador en la vida familiar de Thierry.



Brizé abraza la crónica precisa y la observación continuada. Quiere mantenerse a una distancia de su protagonista y aferrarse a los hechos. No quiere compadecerse de él ni tampoco convertirlo en el conejillo de indias de su laboratorio fílmico-social. Dividida en dos partes bien diferenciadas -antes y después de encontrar trabajo-, La ley del mercado permuta con calculada oportunidad del realismo social al relato moral, pero siempre bajo el código de la observación, como si fuera un documentalista del direct cinema quien operara detrás de la cámara, crédito que hay que asignar a Eric Dumont. La astuta maniobra de guión da lugar a una evidencia que no por obvia resulta menos descorazonadora: el fantasma de Tom Joad ya solo forma parte de la mitología de los agitadores y los discursos panfletarios.



De lo individual a lo colectivo

Es en el segundo tramo del filme donde las verdaderas tensiones hacen aparición, donde la crónica individual cede paso al conflicto colectivo y a un dilema casi irresoluble. Si hasta entonces la asfixia de Thierry la sentimos en una entrevista de trabajo por Skype o en las dentelladas a su dignidad, a partir de su nuevo empleo como vigilante de seguridad en un gran supermercado todas las certezas de su condición laboral empiezan a resquebrajarse. Su cometido será, sobre todo, el de controlar a sus compañeros de trabajo para que no roben de la cajas registradoras ni se lleven bienes de consumo a su casa. El antiguo desempleado es así reconvertido en un instrumento del sistema, un detective que debe abstraerse de su "conciencia de clase" para hacer el trabajo sucio de sus empleadores.



Se trata, en definitiva, de sobrevivir en una Europa sin valores, de asumir las perversiones de un sistema laboral que premia la competitividad frente a la comunidad. El drama lo sentimos en la automatización de Thierry, cuya condición humana de la que somos testigos en los momentos que comparte con su familia debe quedarse en casa cuando se coloca el uniforme de vigilante. Un anciano roba un filete y no tiene cómo pagarlo, ni amigos o familiares a quienes pedir ayuda; una cajera es sorprendida amontonando cupones de descuento para su uso personal, y en otra escena vemos cómo utiliza su propia tarjeta de fidelización para acumular puntos con las compras de clientes… Participamos de la agonía interior de Thierry como guardián de la ética allí donde la integridad laboral se ha esfumado, es decir, el instante en que la alienación derrotó a la conciencia de clase.



@carlosreviriego