Ronald Zehrfeld en El caso Fritz Bauer

La película El caso Fritz Bauer recrea las dificultades del fiscal general alemán por procesar a nazis en los cincuenta. Planteada como un drama histórico de serie negra, se ha convertido en un fenómeno en Alemania.

Hay que admirar la determinación del cine alemán por rastrear su historia reciente. A pesar de las conciencias castigadas -o precisamente por eso-, no hay capítulo histórico del siglo XX, por siniestro o brumoso que sea, que no se atreva a llevar a la pantalla. En ocasiones los resultados generan el efecto inverso al buscado, banalizando la abyección moral del drama, pero en otras han puesto el dedo en la llaga. De cara al gran público, todo empezó con La vida de los otros (2006), esa mirada impudorosa y autocrítica a los espionajes de la Stasi en una cinematografía que, según Christian Petzold (autor de las memorables Barbara y Phoenix), "solo hace películas sobre los nazis o sobre la Stasi". El caso Fritz Bauer, de Lars Kraume, no es una excepción.



En cierto modo, el incansable periplo del Fiscal General alemán para que los nazis fueran juzgados y encarcelados por sus crímenes encuentra su paralelismo, precisamente, en la misión justiciera y de pedagogía histórica que enarbola gran parte de la producción cinematográfica germana. La historia de Friz Bauer, que abrió el camino a los procesos de Auschwitz, merecía ser llevada al cine. Y el gran acierto de este drama es que, mientras se muestra escrupuloso con las contingencias históricas, no solo se toma las licencias necesarias para envolverse en los ropajes de un thriller noir, sino que pone en el centro del relato una prodigiosa encarnación, la del actor Burghart Klaußner en la piel del socialista, judío y homosexual Fritz Bauer.



El filme nos traslada a la República Federal alemana de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, donde las instituciones estatales todavía están pobladas por exmandos nazis y ninguno de ellos se muestra dispuesto a exponer públicamente su pasado criminal. Cualquier intento por saldar deudas poéticas con el horror encuentra resistencias gubernamentales en una Alemania que no puede dar signos de flaqueza ni de autoindulgencia frente a la amenaza comunista. Trabajando en semejante entorno, nuestro héroe acusador se plantea cometer alta traición informando al Mosad israelí del paradero de Adolf Eichmann, responsable directo de la solución final nazi, y prófugo en Buenos Aires bajo el nombre Ricardo Klement.



Traicionar es salvar

"A veces, la única manera de salvar a tu país es traicionarlo", reza el slogan promocional del filme. En ese tortuoso proceso se instala el retrato de la lucha de un hombre contra la cultura del olvido en una RFA de economía próspera que no duda en cobijar a los responsables de la Shoah. Mientras el guión dispone una partida de ajedrez que acontece al dictado de investigaciones confidenciales y todo tipo de traiciones y amenazas, la puesta en escena, aunque arrastre su presunto origen televisivo, se beneficia de una subtrama ficcional que aglutina varios lugares comunes del noir histórico, como la mujer fatal (Laura Tonke), los prostíbulos con luces de neón, la lluvia incesante, las conversaciones en coches y los callejos sin salida. Su grado de estilización y perturbación no está a la altura de Phoenix, película a la que automáticamente remite el actor Ronald Zehrfeld, pero sí aporta una atmósfera envolvente al drama.



El caso Fritz Bauer tiene el valor de no ocultar las vergüenzas ni hurtar nombres y direcciones, de modo que las sinergias filonazis alcanzan al canciller Konrad Adenauer o a la empresa Mercedez-Benz, que dio trabajo a múltiples cargos nazis durante la posguerra. Las investigaciones nunca aclararon la muerte de Bauer en la bañera, archivada oficialmente como un suicidio, pero la inteligencia del filme, cuya primera escena anida las especulaciones alrededor de su muerte, nos recuerda que el último crimen nazi aún está impune. No será una gran película, pero desde luego es importante.



@carlosreviriego