Cine mayúsculo en el arranque de Cannes
Kristen Stewart y Jesse Eisenberg en Café Society de Woody Allen
Woody Allen inaugura el festival con Café Society, una comedia ligera que esconde mucho más de lo que aparenta. La competición también arrancó, con un gran nivel gracias a Sieranevada de Cristi Puiu, un auténtico desafío al concepto del punto de vista del relato.
Café Society es un filme manifiestamente desequilibrado, que acaso contiene lo mejor y lo peor del autor de Manhattan, y que va diluyendo el inicial sentido cómico y celebratorio de un amour fou en una sensación general de desencanto. Puede ser una película sobre los errores, los del cine, pero sobre todo los existenciales, los del corazón, al tiempo que se ofrece como retrato bicéfalo de dos Américas, dos formas de amor. Al trascender sus palmarias irregularidades, deja no en vano para el recuerdo varios momentos de cierta poesía. El rostro de Stewart y el puente Brooklyn encadenados -que nos traslada de California a Nueva York- tiene la capacidad casi de resumir un sentimiento asociado a una filmografía; la secuencia final es inapelable y magnífica, y Storaro encuentra la alquimia romántica en una escena con luz de velas. A decir verdad, la luz del filme, que parece rodado en un eterno crepúsculo californiano, le imprime un encanto particular, del que se beneficia una puesta en escena a la que generalmente el director de Vicky Cristina Barcelona no presta demasiada atención ni expresividad.
Eisenberg y Stewart formaron una pareja teen inolvidable en la no menos memorable Adventureland. Trataron el año pasado con la extraviada American Ultra de reproducir el idilio con la pantalla, pero ha sido Woody Allen en alianza con el director de fotografía italiano quien, aunque lejos de lograr lo que logró Mottola, le ha sacado provecho a la evidente química entre ambos actores. Incluso un personaje tan secundario con el de Blake Lively, con apenas un par de escenas, presta belleza y profundidad a la historia. Es absurdo pedirle a un autor de ochenta años, tan icónico y reconocible, que ejercita el autorreciclaje sin complejos y que lleva varias décadas sin faltar a su cita anual con los espectadores, que nos sorprenda. Café Society no es de las mejores ni de las peores de sus películas. Logra eso sí desarrollar un carácter, conquistar una personalidad, que pasa por transmitir un profundo sentimiento de melancolía en una obra de tono leve. Una comedia ligera, en definitiva, que esconde mucho más de lo que aparenta, como de hecho ocurre con sus obras valiosas y reconocibles, de Annie Hall a Midnight in Paris.
Sieranevada de Cristi Puiu
La competición arrancó con Sieranevada, enigmático título del tercer largometraje del rumano Cristi Puiu, autor de las devastadoras La muerte del señor Lazarescu (2005) y Aurora (2010), que se presentaron en la sección Un Certain Regard de Cannes. Como aquellas, es Sieranevada también un filme de enorme ambición, una exploración del tiempo cinemático en un relato que prácticamente transcurre en tiempo real, de un costumbrismo ejercido en su sentido más amplio, más radical y quizá más perfecto. "Etnografía y folclore", dice un personaje sobre un documental que se emite en la televisión, y suena como si fuera un comentario irónico del propio director acerca de la propia película que está haciendo y estamos viendo. El cometido etnográfico de la propuesta es cristalino, su folclore es el retrato sociocultural de la Rumanía contemporánea mediante la detallada observación de un microcosmos familiar en permanente tensión, de ambiente tan hostil como cáustico, que encuentra en sus brotes de humor (y son muchos) una puerta de entrada a los dramas y secretos que inevitablemente saldrán a la superficie.Por su riqueza de detalles, por las capas de significados que va sumando en su desarrollo, intuimos que cada visionado ofrecerá una película bien distinta a como la recordábamos. Sieranevada es a su modo una cosmogonía, donde los personajes hablan de política, de religión, de teorías conspiratorias, de adulterios, de sus miserias y su intimidad bajo un pasmoso rigor naturalista. Pensamos en Berlanga y en Fellini, inevitables en las secuencias populosas que domestican el caos, solo aparentemente anárquicas, pues su dinamismo responde a una meticulosa coreografía, intuimos que mucho más trabajada en el caso de Puiu. A lo largo de casi tres horas, el cineasta rumano pone en escena una multitudinaria reunión familiar en memoria del patriarca fallecido, encerrándose con una docena de actores en un piso que apenas permite plantar la cámara en cuatro o cinco puntos, girarla de un lado a otro, en largos planos secuencia. El trabajo de los actores es excepcional, de un hiperrealismo que ya es legendario en la escuela de interpretación rumana: lo hemos visto también en las películas de Cristi Mungiu y de Radu Muntean entre otros.
El espacio en el que se mueve el cineasta es mínimo, pero la amplitud de la mirada es inabarcable. Puertas que se abren y cierran a un lado y otro de la pantalla, personas que entran y salen de cuadro, cambios de posición de cámara que parecen antinaturales pero que aparentan estar en el único sitio posible para el propósito de la escena. Puiu convierte los espacios y sonidos de la casa, el sentimiento claustrofóbico, en un relato psicológico de la existencia cotidiana y sus absurdos. La película representa en este sentido un auténtico desafío al concepto del punto de vista del relato, a la dialéctica del espectador entre observar o formar parte de la escena y habitarla con los personajes. La escritura visual de la película es inseparable de la precisión de los diálogos en un filme que se expresa con igual elocuencia desde la palabra, así como de la riqueza y autenticidad de unos personajes a los que sentimos que hemos llegado a conocer al final del relato, y que desde el otro lado de la pantalla nos invitan a mirar el mundo poniendo en cuestión el más mínimo de sus detalles. Cine mayúsculo en el primer día del festival.
@carlosreviriego