Adam Driver en Paterson, película de Jim Jarmusch

América desembarca en la Croisette con la plenitud poética de Jarmusch en Paterson, donde Adam Driver da vida a un poeta secreto; con la extenuante y superficial American Honey, de Andrea Arnold, y, fuera de concurso, con el magnífico thriller-comedy de Shane Black Dos buenos tipos.

A propósito de Neruda, señalé aquí hace unos días la perpetua dificultad (o imposibilidad) de hacer una película sobre un poeta. Pocas cosas se antojan menos cinemáticas que el oficio de un escritor. ¿De qué modo puede el lenguaje visual representar la creación de poesía escrita? El concepto es utópico. Y esa utopía bien puede ser un cuaderno de páginas en blanco que, al ocupar el plano, desborda la emoción lírica, como lo hacen algunos planos de Ozu o de Ford, y sentimos en ese momento, aunque no lo podamos ver, que sobre esas páginas desfilan millones de versos. A esa imagen quimérica, a ese momento de epifanía, es al que llega Jim Jarmusch con la milagrosa Paterson.



Me atrevo a decir que es imposible que el cineasta de Ohio se marche de aquí con la Palma de Oro (este año, además, le toca a Almodóvar), porque igual su delicada criatura es demasiado frágil y sutil como para convencer a sanedrines de festivales (si el jurado fuera de poetas, ya es otra cosa). Y sin embargo el último largometraje del autor de Ghost Dog solo es una película pequeña y manejable en apariencia, en su vertiente materialista, que es la que generalmente menos importa en el cine. Ya saben, es el arte de los sueños. O de las utopías. Paterson es en verdad una película extraordinariamente ambiciosa. Fíjense que se propone traducir plásticamente el germen del verso, el magma cotidiano que yace en la creación de la poesía escrita.



Adam Driver, portentoso actor, nacido para la cámara, exmarine de los Estados Unidos (detalle biográfico que resulta crucial para entender la disciplinada, introvertida personalidad de Paterson), es el chófer de autobús y poeta secreto que ocupa todas las escenas de la película. Se llama Paterson y vive en Paterson, Nueva Jersey. La invocación al vate local William Carlos Williams es continua en una película que es también una oda a la ciudad de Allen Ginsberg, de Lou Costello, de Hurricane Carter. Paterson, el poeta secreto, escribe un poema cada día en su cuaderno y su mujer Laura (Golshifteh Farahani) no cesa de animarle para "compartirlos con el mundo". Uno de los aspectos más hermosos del filme es el retrato de la convivencia conyugal, las toneladas de compañerismo, calidez, respeto y amor profundo que se profesa el matrimonio. Comparten sus existencias cotidianas con un pequeño bulldog. Ella sueña con tener mellizos, montar una empresa de cupcakes y triunfar en Nashville. Él sueña sus versos.



No recuerdo ninguna otra película que traduzca visualmente el proceso creativo de un poema (de varios poemas, de hecho), pero sobre todo de una poética -la del poeta de lo cotidiano Ron Padget- con semejante precisión y sensibilidad. Podría verse el filme como la adaptación de algunos poemas del escritor de Tulsa, Arizona, pero eso sería tanto como si viéramos en la sopa Campbell solo un cartel publicitario. La estructura de Paterson apela a la continua rima visual, a la repetición y la variación mínima de la rutina diaria. La obra de Padget emana como un perfecto canal de representación de la poesía de lo cotidiano que siempre ha estilizado Jarmusch, de modo que el filme concluye -y lo hace de la forma más hermosa posible, sellando su vinculación con la poética japonesa-para dar forma, a su vez, a un autorretrato de su creación. Jarmusch el poeta deconstruyendo a Jarmusch el cineasta. O viceversa. Ya lo hemos dicho, Paterson es como un utopía embalsamada.



No son pocos los cineastas europeos que han volcado su fascinación por la poética del sueño americano a lo largo de las décadas, y algunos de ellos, desde su condición de outsiders europeos, han aportado una mirada original y poderosa a la mitología de la road movie como pretexto para explorar los traumas sociales de Estados Unidos. Más allá de Wim Wenders (Paris, Texas; Land of Plenty) nos acordamos de trabajos recientes como Tournée, donde el francés Matthieu Amalric cruzaba la tierra de las oportunidades con una troupe de strippers de vodevil, pero también del italiano Roberto Minervini, quien el año pasado participó en la sección Un Certain Regard -como también Amalric- con la magnífica The Other Side. La británica Andrea Arnold (Fish Tank, Cumbres borrascosas) es la última de las voces europeos en dejarse llevar por esa fascinación en American Honey, la película más autoindulgente y extenuante (son poco menos de tres horas) vista hasta ahora en competición. Nada en ella funciona como debería.

Fotograma de Dos buenos tipos de Shane Black

La directora cuenta que el rodaje consistió en viajar 12.000 millas por suelo americano en la furgoneta del filme, sin un destino predeterminado, con el numeroso grupo de jóvenes entusiastas que venden suscripciones a revistas de puerta en puerta como forma de vida. La existencia del grupo en un film que se supone que celebra la camaradería en un entorno brutalmente competitivo es sin embargo atrezzo, retratados no más que como comparsas y bailarines histéricos del tira y afloja sentimental entre Jack (Shia LaBouff) y Star (la debutante Sasha Lane). Ellos son el motor sin combustible del filme, que se hace tan largo para el espectador como lo tuvo que ser el rodaje para los actores que en realidad no son actores. American Honey es un catálogo de tópicos en torno a la imaginería del sueño americano en la América blanca deprimida, un sueño que no pasa de poseer un tráiler. Así lo explicita la protagonista con Springsteen de fondo, uno de los múltiples temas que suenan de modo programático durante el viaje, y que funcionaría mucho mejor como antología musical que como experiencia cinematográfica. Entendemos que para retratar la banalidad y el vacío no hay que hacer una película banal y vacía. Y menos aún interminable.



Pongamos en el mismo saco LA Confidential y El gran Lebowski, que a pesar de sus tonos contrapuestos exploran con mirada pulp la industria del porno y el crimen (des)organizado en Los Angeles, añadamos el humor y la acción de Dos tipos duros de Adam McKay -película siempre reivindicable- y nos acercaremos bastante a lo que Shane Black busca (y consigue) en su más que solvente buddy-movie Dos buenos tipos, presentada fuera de concurso, y que se estrena en salas españolas el 10 de junio. La alianza entre Russell Crowe y Ryan Gosling en busca de una actriz llamada Amelie (Margaret Qually) por la ciudad de las estrellas en los años setenta (regada de clásicos del rock y música disco), y el delirante, divertidísimo, imparable periplo de la pareja de detectives en busca de la verdad -y de una película X muy cotizada-, trajo ayer a Cannes un oasis de action-comedy realmente agradecible en el hasta ahora solemne programa del festival.



Sorprendentemente, las dos estrellas de Hollywood defienden con nota sus registros cómicos, explorando también la comedia puramente física de Jerry Lee Lewis y Blake Edwards. Crean además una complicidad comparable a la de los protagonistas de la saga Arma Letal, cuyo guionista, adivinen, es precisamente el director de este filme, quien debutó tras las cámaras con la excéntrica Kiss Kiss, Bang Bang (2005) para luego firmar la tercera entrega de Iron Man 3 (2013). Con The Nice Guys sin duda da un paso en firme en su carrera como cineasta, inyectando personalidad y vigor (y muchas risas) a un filme de género que atesora magníficas ideas y momentos para el recuerdo. Un trozo del alma de la película le pertenece también a la actriz de quince años Angourie Rice, que da vida con brío a Holly, la hija de Gosling en la ficción, para sumarse a la causa detectivesca. La aparición de Kim Basinger a mitad de metraje y una disparatada secuencia en coche con un señuelo de 100.000 dólares no hacen sino reforzar las manifiestas conexiones de la película con los trabajos de culto de Curtis Hansom y los hermanos Coen.



@carlosreviriego