Image: Los monstruos de Toronto

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Cine

Los monstruos de Toronto

12 septiembre, 2016 02:00

Una imagen de Un monstruo viene a verme de J. A. Bayona

J. A. Bayona y Nacho Vigalondo han presentado mundialmente sus nuevos trabajos en el TIFF, A Monster Calls (Un monstruo viene a verme) y Colossal, recibidos con moderado entusiasmo por la industria y la prensa internacional

El Festival de Toronto (TIFF) es un monstruo, una cita gigantesca y colosal con el cine de la temporada que acaba de arrancar, y pareciera que el cine español ha querido este año aliarse con su enormidad. Tanto J. A. Bayona como Nacho Vigalondo han presentado mundialmente sus nuevos trabajos, protagonizados por monstruos y gigantes, en el escenario canadiense, a los que ha reaccionado la industria y prensa internacional con moderado entusiasmo antes de su puesta de largo en el Festival de San Sebastián, donde se verán ambas películas fuera de concurso. A Monster Calls (Un monstruo viene a verme) es puro Bayona, es decir, cine fantástico de impecable factura y drama de pinceladas trágicas que se propone extirpar las lágrimas del espectador con todo el arsenal necesario. Un niño, su amigo el gigante (o la imaginación que nos aterra y nos reconforta) y una joven madre con cáncer. Es una película sobre el valor y la función de las historias que nos contamos para ordenar el mundo, acaso para darle sentido a nuestra existencia. La épica del espectáculo con fines íntimos, sentimentales. Bayona ha aprendido de los mejores -del Spielberg más azucarado al Guillermo del Toro más efectista- y sabe cómo convertir la novela de Patrick Ness en un drama oscuro pero reconfortante, en una fábula celebratoria del amor filial y la entrega maternal, como lo eran también El orfanato y Lo imposible.

La película de Vigalondo nace de intenciones y propósitos bien distintos, diríamos que radicalmente opuestos. Colossal abraza la demencia y el riesgo como pocos cineastas se atreven a hacerlo. Y en el camino revela su inteligencia para dar salida a tanta cinefilia extravagante. Su verdad no pasa por hacer bien lo que ya se ha hecho muchas veces (como Bayona), sino en hacer con guasa y pasión, sin aparentes restricciones, aquello que nunca se ha intentado hacer. Imaginen una película de corte indieamericano con Anne Hathaway (retomando el papel de alcohólica y su regreso a casa en La boda de Rachel) en extraña comunión con una película de Godzilla y un robot gigante sembrando el caos en Seúl. El modo en que ambos registros se funden narrativa y estéticamente es delirante, cómico y misterioso, y la primera parte del filme, fundiendo ambos conceptos (a través de pantallas pequeñas y gigantes), maridando la épica y la intimidad del relato, depara una de las horas más genuinamente sorprendentes y encantadoras que ha dado el cine español en el siglo XXI.

Anne Hathaway protagoniza Colossal

Cierto que Colossal no está libre de inconsistencias dramáticas que piden algo más que un salto de fe en el espectador, ni de desvíos que sobrevuelan el absurdo para ir un paso más allá de la ciencia-ficción surrealista o el realismo mundano convertido en disparatada fantasía, pero solo por el placer de asistir una vez más a la batalla que Vigalondo mantiene consigo mismo -entre el salvaje desenfreno creativo y la necesidad de trascender la aparente banalidad de la propuesta-, y los efectos que esa guerra de intereses generan en el relato (mágicamente guiados por la complicidad de una encantadora Anne Hathaway y un Jason Sudeikis bipolar), ya merece la pena el viaje. Desde su misterioso arranque, nunca sabremos adónde nos conducirá la próxima secuencia. En cierto momento el humor y el encantamiento que gobiernan la película dan paso a algo más oscuro, más solemne incluso, pero también más emocional, sumando capas de significados metafóricos a una historia que, inesperadamente, nos habla tanto de los monstruos interiores y adicciones sociales como de los traumas infantiles que marcan nuestra vida para siempre.

Otra clase de monstruos son los que convoca el austriaco Ulrich Seidl en su película Safari, documental que funciona como una ficción o ficción con apariencia de documental, imposible trazar los límites. El autor de Import Export, etnógrafo de lo grotesco, la crueldad, la estupidez y el patetismo de la condición humana, acompaña con su cámara a una familia de turistas austríacos de caza organizada por Namibia: antílopes, cebras, jirafas, etc. Filma esta deplorable y lujosa actividad, una y otra vez, como un ritual por las llanuras africanas: el avistamiento, la persecución, el disparo, la foto con el trofeo. Seguimos de cerca a un matrimonio y su pareja de hijos, que confiesan su pasión por la caza frente a la cámara. Seguimos sus jornadas de caza con horror y compasión, desde la posición más incómoda posible, la que otorga la conciencia del testigo indiscreto, del que no debería haber visto lo que está viendo pero tampoco puede dejar de verlo. Las bestias salvajes no son los animales africanos, sino los hombres.

Una imagen de Safari de Ulrich Seidl

No estoy seguro de si Seidl está haciendo campaña contra la caza-turismo en África del mismo modo en que tampoco sabíamos si estaba denunciando el turismo sexual en Paraíso: Amor, pero claramente aísla los elementos más grotescos de las vidas y actividades que registra, poniendo el foco en las devastaciones y contradicciones del neocolonialismo europeo, su xenofobia y su supuesta superioridad cultural. La población negra local será la que despelleje y descuartice a las bestias una vez abatidas con rifles telescópicos. Quedará para siempre en las retinas de este espectador la agonía de la jirafa y cómo sus compañeros de cuello largo la ven morir de forma tan incomprensible, la majestuosa belleza de la naturaleza salvaje derribada por la cobardía de un hombre rico jugando a ser el cazador blanco en el continente negro. No hay nobleza alguna en lo que vemos, aunque traten de convencernos de lo contrario con su supuesta pasión por la caza, sus argumentos evolutivos y el modo en que su turismo inyecta dinero (y da de comer) a una población "en vías de desarrollo". En definitiva, Safari, como acaso todas las películas de Seidl, es una genuina película de terror.

@carlosreviriego