Rossi confronta el punto de vista de un niño con los servicios de salvamento de Lampedusa

Primero fue Venecia (León de Oro con Sacro Gra) y después Berlín (Oso de Oro con Fuego en el mar). El gran documentalista Giancarlo Rossi estrena su retrato de la emigración a Europa para salvar o condenar conciencias.

Las enseñanzas de Kiarostami resuenan en fondo y forma. Aunque los muros no fueran de alambre sino de agua, aunque los cuerpos de inmigrantes amanecieran en tu playa cada día, aunque el mar que alimenta a tu familia se trague a decenas de seres humanos cada mes... la vida continúa. No necesariamente te mantendrás ajeno a la tragedia, pero harás tu vida más o menos al margen de ello. Las conexiones serán leves, como las que establece Giancarlo Rossi en su documental Fuego en el mar, donde confronta el punto de vista de un niño llamado Samuele y su familia con el de los servicios de salvamento de emigrantes en la costa de Lampedusa. Las vidas de los que nacieron unos pocos kilómetros al norte de quienes huyen de hambrunas y guerras. Dos películas en una. Dos mundos opuestos en un mismo espacio de apenas veinte kilómetros cuadrados.



La maestría del cineasta italiano yace en los vasos comunicantes entre ambos planos narrativos, en la heterodoxia de la elección, en la evocadora ordenación de los relatos. El DJ local pincha en la radio temas tradicionales italianos que las madres de los marineros les dedican a sus hijos, y al poco un grupo de emigrantes narra en cánticos africanos y hip-hop la crónica de supervivencia por desiertos y aguas donde yacen sus compañeros, los infiernos a los que han sobrevivido hasta llegar a la isla siciliana. El niño, de ojo vago, juega con el tirachinas, habla con su abuela, aprende a navegar, busca pájaros en la noche, cena espaguetis con calamares, aprende inglés en la escuela, va al médico... La normalidad, digamos. Y a unos metros (a un corte), todo lo demás.



Pero este no es un documental más sobre la crisis migratoria en Europa. No es carne de noticiarios ni de espacios televisivos. El efecto pasa por recorrer el trayecto de fuera hacia dentro, de que los contenidos emerjan con el retrato de los contextos, de los paisajes de la isla, sus calles vacías, terrenos pedregosos, sus árboles y sus olas. La estética opera lejos de los códigos del reportaje. No hay ningún micrófono en el rostro de nadie, ninguna voz explicativa, el cine es directo y observacional, y la construcción responde al montaje. El único médico residente de las islas atiende con un profundo sentido del deber humanitario a los inmigrantes deshidratados, les acompaña en su muerte, y a las pocas horas le hace un chequeo cardíaco a Samuele. La metáfora del ojo vago del niño -que el cerebro no procesa la información que un ojo le envía- adquiere una consistencia inesperada cuando pensamos en cómo funcionan tanto la película como la conciencia social respecto a la crisis migratoria.



El cometido no pasa por atragantarnos la cena o explotar el sensacionalismo de cadáveres de niños en la costa, el argumento emocional de esta película no es la compasión o el despertar de los horrores que nos rodean. Se trata más bien de ampliar y complicar las rutas de nuestra sensibilidad, de ver un cuadro general a partir de intuiciones microscópicas. Seguimos a un niño durante media película, pero no seguimos a un emigrante durante la otra mitad. Son decenas, centenares, siempre retratados en grupo (o en primeros planos que no les aíslan), como fantasmas de caoba, cuerpos desesperados. Sin nombre alguno. Es acaso el balance de nuestra mirada occidental lo que está traduciendo la estructura de Fuego en el mar. El individuo nativo ignora el colectivo migratorio. Y los pequeños vínculos que podrían unirles son los únicos cuya compasión, acaso, pueda generar compromisos mayores.



@carlosreviriego