Se acerca el tramo final del festival y de momento no hay ninguna candidata firme a la Palma de Oro. El consenso probablemente esté alrededor de la película del francés Roben Campillo, 120 latidos por minuto, que retrata con dignidad la dimensión pública y privada del activismo contra el SIDA bajo el gobierno de Mitterrand. Pero a excepción de Noah Baumbach y Todd Haynes, los autores más esperados han estado lejos de dar lo mejor de sí mismos.
También Sofia Coppola entraría en esa ecuación con The Beguiled, su adaptación de la novela A Painted Devil, que ya llevara a la pantalla Don Siegel en 1971. Clint Eastwood interpretaba a un desertor de la Unión que era acogido malherido por una escuela de mujeres en el gótico sur americano. El impacto del filme, su pulsión de sexo y muerte como alegoría de la revolución femenina, lo convirtió en un clásico instantáneo. Coppola regresa a este relato en torno a las guerras de poder y deseo entre sexos como si fuera una extensión de Las vírgenes suicidas, pero desde una concepción clásica, contenida, incluso académica, prescindiendo de todo tipo de barroquismos o excesos que han caracterizado sus mejores trabajos. Algunos dirán que ha madurado, otros echamos en falta el perfume pop que de algún modo fundía el Versalles de María Antonieta con New Order y The Cure.
Colin Farrell, blandengue y plano, desmerece mucho en comparación con su predecesor, y es con las sólidas interpretaciones de Nicole Kidman y Kirsten Dunst, y en las complicidades y traiciones de sus personajes, donde el relato defiende su juego psicológico con sutileza y minuciosidad. La puesta en escena es elegante y mínima, la tensión del relato prescinde de la brutalidad y el terror psicológico del trabajo de Siegel, incluso de su latente erotismo, cuyo recuerdo inevitablemente pesa en el filme de Coppola, siempre pegado a la literalidad del relato. Es una película notable, pero también fría, cauta, tímida.
El clasicismo más vetusto lo entregó Jacques Doillon con el biopic Rodin. El escultor de la carne, que transfiguró la percepción en el arte del desnudo, lo interpreta el carismático Vincent Lindon. El relato abarca un periodo en la vida del artista, desde que recibe el encargo oficial de La Puerta del Infierno hasta que culmina el imponente busto de Balzac, y su pasional, frustrada relación con su pupila aventajada y amante Camille Claudel. El exceso de retórica explicativa, en ocasiones como si fueran textos de Wikipedia, de los significados de sus obras (incluso Rodin hablando solo alrededor de las piezas) o del papel en la historia de los artistas con los que se relaciona (esa sensación de manual de tópicos para entender la historia del arte), ensombrece lo que podría haber sido un magnífico vehículo de estudio de la corporeidad y el tacto en el cine, que Doillon ha explorado en filmes más que dignos como La vengeance d'une femme. Seguramente esa intención está en la base de la propuesta, pero sucumbe bajo el acartonamiento y la rigidez de una estructura tradicional, y la práctica ausencia de tensión dramática en el relato.
@carlosreviriego