Laia Artigas (derecha) protagoniza Verano 1993

Berlín y Málaga celebraron con sendos galardones Verano 1993, la crónica íntima de Carla Simón que ha seducido por su sinceridad y por explorar, con un ritmo preciso e intuitivo, la belleza de un pasado empapado en duelo.

Puede que algunos directores se vacíen en su primera película, vuelquen en ella todo lo que llevan dentro y ya no volvamos a encontrar en adelante el carisma y la determinacion de sus primeras imágenes. Ha ocurrido una y otra vez: gloriosos nacimientos que, con el tiempo, mutaron en funestas desapariciones. No será el caso de Carla Simón. Es cierto que el relato autobiográfico de Verano 1993, aupado en Berlín y en Málaga como uno de los debuts del año, cumple a priori varios requisitos para sumarse al jardín de las flores de un día: memoria personal, trauma existencial, reconstrucción de uno mismo. El cine entendido como el tapiz desde el que investigar y tomar conciencia de tu propia historia, de lo que aconteció y experimentó una niña de seis años cuando su madre desapareció víctima de un virus -los padres de la cineasta murieron a causa del VIH cuando alrededor del Sida había tanto prejuicio como desconocimiento- y se enfrentó a una nueva realidad acogida en adopción por sus tíos.



Simón acaso solo puede recordar ahora algunas sensaciones, ciertos destellos de una memoria nebulosa, pero los testimonios de aquellos meses de verano inmediatamente posteriores a la muerte de la madre de Frida (Laia Artigas) le han permitido reconstruir el pretérito con un escrupuloso, delicado y honesto respeto al punto de vista emocional. La experiencia del espectador busca igualarse con la ambivalencia y la confusión con que la niña va destapando las claves de su nueva vida, sin ser plenamente consciente de lo que pasa a su alrededor, pero con una congoja interior indescriptible, con una ausencia que ejerce todo su peso desde un fuera de campo que es pura desolación. En casa de sus tíos Esteve (David Verdeguer) y Marga (Bruna Cusi), sus nuevos padres, en una casa rural conviviendo con su primita Anna (Paula Robles), desarrollando el aislamiento, la apatía, las formas de manipulación o incluso la crueldad de una niña extraviada y rodeada de una clase de amor desconocido.



Es la sensibilidad que muestra Carla Simón para la puesta en escena de esta crónica íntima, su capacidad de observación hacia el gesto revelador, el aplomo con el que decide nunca complacerse con el dolor, ni banalizarlo, lo que nos convence de que detrás de las imágenes no solo hay una crónica interior que debía ser contada de este modo y quizá de ningún otro, sino una cineasta de talento capaz de articular el ritmo preciso, de esculpir el pudor para evadir los golpes bajos, de explorar la belleza de un pretérito empapado en duelo cuando el duelo no podía ser algo concreto ni reconocible, sino un sentimiento nuevo, desconcertante, tutelado por la intuición. Y así se mueve la cámara y nos muestra lentamente el mundo. El factor documental envuelve las interpretaciones de unas niñas que no parecen guiadas, por mucho que lo estén, sino que habitan la pantalla para llenarla de vitalismo y complejidad emocional.



Lirismo y sensualidad

Los fantasmas de Cría cuervos y de El espíritu de la colmena, el pulso de Lucrecia Martel o Mia Hansen-Love, se manifiestan en las imágenes como si fuera una solución de perfumes delicados. Simón ausculta con lirismo las angustias y la ira, narra con inteligencia las transformacones de un proceso de adaptación que observa a los adultos como lo hacen los niños, desde debajo de la mesa y explorando los límites. La naturaleza de Frida es ser feliz, transgredir la vida, pero su circunstancia es tan desgarradora como el último de los instantes que clausura el filme. Hasta él nos lleva la película y nos sobrecoge con la lágrima en tensión, abriéndose a la dulzura y la sensualidad, pero adentrándose en la demolición de la pérdida. La infancia se quiebra y nace una cineasta.@carlosreviriego