Carlos Saura en una imagen del filme de Félix Viscarret
Félix Viscarret se enfrenta a la esquiva personalidad de Carlos Saura en un documental en el que sus hijos son los protagonistas virtuales y en el que el director de Cría cuervos aparece para situarse en los márgenes. El filme encontrará la piedra filosofal en el mágico silencio del estudio del cineasta aragonés.
Busca esta serie por lo tanto estimular un encuentro generacional entre veteranos y noveles que pueda, por un lado, rescatar de la amnesia colectiva la relevancia del legado de maestros de nuestro cine y, por otro, el impulso de las nuevas voces que se sumarán a ese legado. La primera de las películas la rodó Virginia García del Pino (El jurado, 2012), quien con el documental La décima carta (2014) buceaba en el pasado y presente de Basilio Martín Patino. Había algo muy significativo y conmovedor en la metáfora que La décima carta tejía en torno al valor memorialístico de las imágenes, en cómo desde el registro respetuoso a la intimidad del salmantino y a los primeros efectos que el Alzheimer tenían en él, el cineasta por excelencia de la memoria histórica del cine español se enfrentaba a la propia disolución de sus recuerdos, de su vida, de sus películas y de cómo fueron hechas.
Memoria y evocación
En Saura(s), segunda de las entregas de “Cineastas contados”, asistimos a un momento muy parecido cuando Félix Viscarret (Bajo las estrellas, 2007) proyecta a Carlos Saura el hermosísimo arranque de su mítica La prima Ángelica (1974) y dice que no recuerda a dónde pertenecen esas imágenes. Se trata de dos películas sobre la memoria. O sobre la imposibilidad de la evocación.Si el gran oxímoron contenido en La décima carta residía en el intento de una película por preservar la memoria mientras somos testigos de su aniquilación, en Saura(s) la paradoja contenida es la de otra película que se esfuerza por evocar recuerdos mientras asistimos a su negación. Viscarret no podría haberse enfrentado a un hueso más difícil de roer que a la esquiva personalidad del autor de Cría cuervos (1976), militante contra la nostalgia, que huye sistemáticamente de sus efectos, que se resiste una y otra vez a volver al pasado, a explicarse, a perderse en el juego de espejos de su cine y su vida. Como el anacoreta Fernando Fernán Gómez de Ana y los lobos (1973), ensimismado en su aislamiento, intuimos en Saura una vida de reclusión en su propia cueva, el estudio donde trabaja día a día a las afueras de la ciudad, pintando brochazos de color sobre las fotos de su numerosa familia. A partir de este aparente contrasentido (que sin embargo podemos llenar de sentido), ¿cómo plantear el retrato del cineasta entonces?, ¿qué hacer con un documental cuando la propia aspiración y necesidad de hacerlo es negada, apartada sistemáticamente por el protagonista retratado? Viscarret toma dos estrategias: la primera, convertir a los supuestos secundarios, sus siete hijos (de relaciones distintas y de generaciones muy diferentes), en los virtuales protagonistas del filme; la segunda, inscribir su propio periplo sobre la imposibilidad de su trabajo, aparecer en pantalla para expresar el “bloqueo” (o el boicot artístico) que está padeciendo la película en marcha. El primero de los métodos, conviene señalarlo, funciona bastante mejor que el segundo.
Los hijos mayores, Carlos y Antonio (Saura Medrano), y su hija menor, Anna (Saura Ramón), son los que mayor rendimiento sacan de sus encuentros con el creador. La teoría que plantea Antonio sobre las etapas creativas del cineasta, vinculadas a sus cambios de pareja y de productor, resultan iluminadoras, pero en cuanto el autor de Deprisa, deprisa (1981) siente que está concediendo más de la cuenta, se arrincona en su pudor. Especialmente relevante es un momento en el que Saura oculta a cámara un mensaje escrito por su madre que descubre entre sus archivos. Nunca baja la guardia. De toda esa búsqueda infructuosa, aquello que queda más de manifiesto es la relación de constantes ausencias que el cineasta ha mantenido con sus hijos a lo largo de los años. Los frenopáticos familiares que describió en sus memorables películas de los sesenta y setenta iban encaminados a desmitificar a la familia como núcleo social, y su pragmática actitud paterna no hace más que confirmar esa desmitificación de la familia en una película que por momentos llega a mitificarla.
De modo que Saura se inscribe con afilado humor aragonés en los márgenes de la película para convertirse en el punto de fuga del filme, acaso como lo hacía Velázquez en Las meninas, que es el autorretrato o “fotosaura” (al decir del cineasta para referirse a sus fotos pintadas) con el que termina sabiamente Viscarret la película. En Goya en Burdeos (1999), el pintor aragonés se inscribía en el cuadro de Velázquez y decía de la pintura: “Parece inacabada, ligera, con la apariencia de hacerse sin esfuerzo, fuera de todo tiempo, espacio y lugar”. Es ahí, en esa asunción de que no hay tiempo, ni lugar, donde parece vivir la mente de Saura cuando declina la tentación a la nostalgia. Es también ahí, en ese limbo cinematográfico, donde Viscarret acaso quiere desplazar las imágenes de Saura(s), como revela la puesta en escena de pantallas y luces, a lo Saura-Storaro, que estructura los frustrados ejercicios de regresión que prepara visulamente para el autor de Flamenco (1995).