Juno Temple en la Coney Island de Wonder Wheel
Puntual con su entrega de cada año, Woody Allen vuelve esta vez con Wonder Wheel, una película que podría desarrollarse en cualquier escenario teatral diseñado por Tennessee Williams o Arthur Miller. Un verano de la década de los 50 en Coney Island sirve al director de Annie Hall para jugar con la autobiografía y los préstamos artísticos.
Los adeptos al cine del cineasta neoyorquino recordarán aquella memorable escena de Annie Hall en la que Alvy Singer, el más celebrado alter ego de Allen, viajaba al corazón de su infancia, situado en un apartamento de Coney Island desde el que se veía la noria del icónico parque de atracciones del lugar: justamente, el escenario principal de Wonder Wheel. Tirando del hilo biográfico y atendiendo a las similitudes entre las familias disfuncionales de Annie Hall y de la nueva película de Allen, sería tentador proponer un principio de continuidad entre ambos filmes; sin embargo, cabe advertir que las imágenes de Wonder Wheel hablan un lenguaje que se desmarca de ciertas constantes del imaginario ‘alleniano'.
Pese a que el arranque de Wonder Wheel puede verse como un guiño autorreferencial a Annie Hall y Si la cosa funciona -con Justin Timberlake como un narrador que habla a cámara-, los diálogos se distancian aquí del naturalismo espontáneo para abrazar una poética de raigambre teatral.
Una fábula sentimental
Resulta difícil imaginar a otros antihéroes de Allen proclamando, con absoluta gravedad, que "en el amor, tendemos a ser nuestros peores enemigos". Una máxima fatalista que horada los cimientos de Wonder Wheel, una fábula sentimental más agria que dulce en la que Ginny (Kate Winslet) -una frustrada actriz de teatro que trabaja como camarera en un restaurante de almejas- pone a prueba su capacidad de amar y ser amada.Entre los méritos de Wonder Wheel destaca la convicción con la que Allen aborda su homenaje al teatro norteamericano de mediados del siglo XX. Lejos de la narrativa expeditiva y de la despreocupación estética de su cine reciente (Medianoche en París y Café Society serían excepciones que confirmarían la regla), Allen emprende aquí un acercamiento preciosista a la luminosidad artificial y a la continuidad espacio-temporal propias de la experiencia teatral. Así, las cimas dramáticas de Wonder Wheel cuajan en secuencias altisonantes que se prolongan más allá de lo recomendado por la ortodoxia fílmica. Escenas en las que los personajes se arrastran por el barro de sus miserias sin la protección del corte de montaje y la elipsis. Una apuesta atrevida pero limitada por dos decisiones cuestionables: la tendencia a bambolear la cámara por el espacio escénico -anulando el punto de vista fijo del espectador teatral- y la negativa a jugar con los silencios que suelen abrir y cerrar cada acto de una obra. Dos vestigios teatrales que sí brillaban en Horace & Pete, la magistral serie de TV donde el malogrado Louis C.K. consumó lo que su admirado Allen deja a medias: el alumbramiento de un claroscuro neoyorquino heredero del gótico sureño de Tennessee Williams.
En cuanto a la luz, el legendario director de fotografía Vittorio Storaro (que repite con Allen tras Café Society) convierte Wonder Wheel en una fantasía multicolor. En este sentido, parece legítimo preguntarse qué influencia habrán tenido los dólares de Amazon Studios y el descubrimiento de la tecnología digital en la actual resurrección estética de Allen, reconciliado con la sensibilidad plástica expresada en sus colaboraciones con el director de fotografía Gordon Willis (Annie Hall, Manhattan o La rosa púrpura del Cairo). Para advertir el atrevimiento de Allen y Storaro, basta con atender a un largo diálogo que protagonizan Ginny y su hijastra (Juno Temple), cuando la primera advierte que su joven amante (Timberlake) está flirteando con la segunda. En unos interiores tocados por el carácter ilusorio de la tramoya teatral, las mujeres charlan en plano-contraplano mientras sus rostros son bañados por intensas luces de neón, ahora naranja llameante, ahora azul glaciar. Sin música, el vaivén lumínico funciona como una suerte de banda sonora incidental, en la que cada viraje cromático puntúa, de forma nada evidente, un giro emocional.
Por desgracia, el mimo que pone Allen en el apartado estético no se extiende a un guión que recupera las temáticas recurrentes del autor de Match Point -el romanticismo como condena, la dialéctica del azar y el destino, la inexorabilidad del desbarajuste existencial-, pero que no consigue dotar de profundidad psicológica a unos personajes instalados en el cliché. De hecho, Allen se muestra tan fascinado por los sueños de felicidad de sus criaturas y tan ensimismado en su propia nostalgia que tarda demasiado en encarar la cruda realidad del relato, aquella en la que el personaje de Winslet -heredera desesperada de la Cate Blanchett de Blue Jasmine- puede rematar su transformación en una versión apocada de Blanche DuBois, allí donde la piromanía del hijo de la protagonista deja de ser un chiste, y donde la apelación a las figuras de Antón Chéjov, Eugene O'Neil o George Bernard Shaw dejan de ser citas anecdóticas.