Image: Luz y miseria de la América profunda

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Cine

Luz y miseria de la América profunda

12 enero, 2018 01:00

Frances McDormand, una madre en pie de guerra en Tres anuncios en las afueras.

El Medio Oeste americano es la geografía elegida por Martin McDonagh para situar Tres anuncios en las afueras, un territorio entre el imaginario icónico y criminal de Dashiell Hammet y la tragicomedia de los hermanos Coen. En el centro de la trama, Frances McDormand y Woody Harrelson, que alcanzan aquí una de las cumbres de sus carreras. La película acaba de hacerse con cuatro Globos de Oro: mejor película dramática, mejor actriz para Frances McDormand, mejor actor secundario para Sam Rockwell y mejor guión.

Con su ópera prima, Escondidos en Brujas, el dramaturgo y realizador angloirlandés Martin McDonagh demostró un talento singular para la exploración de la cara más angustiada y doliente del espíritu humano. Aquel filme sombrío retrataba a dos locuaces asesinos a sueldo atormentados por el sentimiento de culpa y la desazón espiritual, como si al cine de Quentin Tarantino se le bajara el brillo de la imagen y se le inyectase un sustrato existencialista. Una sugerente propuesta que, una década después, se prolonga en Tres anuncios en las afueras, con la que McDonagh consigue zafarse de las piruetas metanarrativas de la olvidable Siete psicópatas, su segunda película, donde la pirotecnia dialogada convertía a los personajes en marionetas al servició del ingenio del director. Y no es que los personajes de Tres aununcios… no tengan alma de monologuista, pero aquí McDonagh parece más comprometido con el sufrimiento de sus criaturas que con su ego autoral.

Concebidas como sendos réquiems fílmicos sobre el enquistamiento del mal y la fuerza destructiva de la venganza, Escondidos en Brujas y Tres anuncios en las afueras comparten tanto un fondo nihilista como una forma marcadamente artificiosa, de diálogos floridos y ambientaciones nada naturalistas. La ciudad belga de Escondidos en Brujas y el Medio Oeste americano de Tres anuncios… pueden pertenecer a distintos continentes, pero en la obra de McDonagh comparten un mismo sostén mítico, como si se tratara de escenarios de cuentos de hadas, o mejor, de fábulas macabras (un destierro de lo real que ya se manifestaba en Six Shooter, el oscarizado cortometraje de McDonagh, que transcurría a bordo de un tren ocupado por psicópatas, suicidas y hombres de luto). En este sentido, no es de extrañar que Tres anuncios… se rodara en un pueblo de Carolina del Norte, en el Este norteamericano, que simula ser la localidad ficticia de Ebbing, en Misuri. Más que un enclave geográfico y una realidad social, a McDonagh le interesa evocar aquel imaginario icónico y criminal que va de Dashiell Hammet a Bonnie y Clyde, pasando por la tragicomedia de los hermanos Coen. Un territorio poblado por policías racistas, adolescentes abúlicos, bares de mala muerte, una cultura de gatillo fácil y otras miserias de la América profunda.

En este escabroso y grotesco escenario, McDonagh presenta una historia que, en sus primeros compases, se precipita por la pendiente de la misantropía. Con los tres anuncios que dan título al filme -grandes pancartas escritas en rojo sobre negro-, una madre en pie de guerra (Frances McDormand) hace público su malestar frente a la incapacidad del sheriff local (Woody Harrelson) para resolver la brutal violación y asesinato de su hija. La agresiva acusación generará un fuerte tumulto entre el conjunto de los habitantes de Ebbing, pero el termómetro anímico del film lo fijarán la madre coraje consumida por el rencor y el buen policía.

De Fargo a Reservoir Dogs

Frances McDormand, que regresa al Medio Oeste más de dos décadas después de Fargo, aporta a la película todo el naturalismo del que carece el estilo de McDonagh: contra la espectacularidad de los diálogos, esta gran actriz afina su repertorio gestual para ratificar la condición irredimible de su personaje (mandíbula en tensión, ceño ligeramente fruncido) y para alumbrar sutilmente un último resquicio de humanidad (la mirada que se quiebra cuando emerge la empatía). Por su parte, Harrelson hace las veces de pulmón humanista del filme. Poco importa que McDonagh obligue a su personaje a citar a Shakespeare y Oscar Wilde durante una cena familiar, la esencia llana y humilde del sheriff resplandece en la mirada noble y fatigada de Harrelson, que en plena madurez es capaz de destilar su ironía natural hasta dejar un poso de pura sobriedad.

Animado quizá por el virtuosismo de sus actores, McDonagh -un director que destaca más por sus dotes de escritor que por su inventiva visual- se atreve a elevar un grado o dos su ambición estética. En una rimbombante escena de acción, los problemas para controlar la ira de un policía encarnado por Sam Rockwell dan pie a un festín de violencia coreografiada que remite, en plano secuencia, a la bailarina sesión de tortura que protagonizó el Señor Rubio (Michael Madsen) de Reservoir Dogs. Fiel a su interés por la cara más absurda y contagiosa de la violencia, McDonagh situa Tres anuncios… al borde del descenso a los infiernos del odio; sin embargo, la emotiva lectura de unas cartas escritas por el sheriff a diferentes personajes genera en la película un impulso redentor que matiza y enriquece el relato.

Cabe apuntar que McDonagh nunca abandona el distanciamiento crítico respecto a sus criaturas, pero la estupidez que, en el inicio del filme, marcaba muchas de las decisiones de los personajes va dando paso a un progresivo reconocimiento de su humanidad, encarnada en el surgimiento de la compasión, el perdón e incluso la ternura (en este ámbito, destaca el sorprendente personaje de Peter Dinklage, que infunde a la película un inesperado halo de inocencia). A la postre, en su retrato de una comunidad resquebrajada por la desconfianza y el rencor, es posible ver en Tres anuncios... un comentario sobre los males de la Norteamérica actual. Un análisis que, en todo caso, rehúye del panfleto político y del didactismo sociológico. En esta ocasión, la pluma y el intelecto de McDonaugh están puestos donde deben estar: en el esfuerzo por trascender la caricatura en la composición de unos personajes tocados por la complejidad humana.