Happy End
¿Ha entrado en coma el discurso de Michael Haneke? Vuelve el director a las carteleras con Happy End, un filme en el que se sumerge sin complejos en sus conquistas pasadas. Trintignant y Huppert protagonizan una sátira social, con ecos de Buñuel y Verhoeven, que exhibe insólitos momentos de humor en la obra del austríaco. El estreno coincide con la publicación del libro Haneke por Haneke (El mono libre).
Si no lo es, Happy End desde luego se parece mucho a la esquela autografiada de un autor que finalmente se ha devorado a sí mismo tratando de resucitar un discurso que entró en coma irreversible en el mismo momento en que reveló sus costuras. Cuando Michael Haneke (Múnich, 1942) practicó la eutanasia sobre su criatura más empática hasta la fecha, en la celebrada Amour, algo que estaba por encima de Emmanuelle Riva también entraba en agonía. Haneke ha pasado del enigma a la resolución en los coherentes pasos de una filmografía cuyo proceso de mansedumbre no ha perdido, en todo caso, la inteligencia y el sentido del corte, de la puesta en escena y atmósfera precisas. Happy End nos revela, en el más generoso de los casos, a un buen cineasta que se ha quedado sin ideas y se sumerge sin complejos en el pozo de sus conquistas pasadas.
Sátira de los valores burgueses
Las secuencias colisionan entre ellas con afilada intención mientras el filme disecciona a una opulenta familia de Calais. El patriarca octogenario George Laurent, en la piel de Jean-Louis Trintignant, ha traspasado los poderes de la empresa a su hija Anne (Isabelle Huppert), quien a su vez quiere preparar a su vástago Pierre (Franz Rogowski) para ponerse al frente de la constructora. El hermano de Anne, Thomas (Mathiew Kassovitz), es un doctor casado con Anais (Laura Verlinden), con la que tiene un bebé y comparte, de un matrimonio anterior, una hija de 12 años que se revela como el verdadero epicentro de las psicopatías familiares: Eve (Fantine Harduin), una sociópata de manual. En el microcosmos de la decadencia clasista, surge la sátira de los valores burgueses para no dejar duda alguna sobre la posición del hombre detrás de la cámara, que mira a sus criaturas con algo más de Buñuel que del propio Haneke, con un humor inaudito en la filmografía del austríaco, pero que no aguanta la equiparación, pongamos, con la farsa de Paul Verhoeven en Elle, con la que Happy End comparte no pocas cosas aparte del protagonismo de Huppert.Michael Haneke durante el rodaje de Happy End
La postura moral es indisociable del punto de vista. La sonrisa malévola y la tensión del maniqueísmo no desaparecen. Frente al tiempo de las escenas, las estructuras simétricas, el hermetismo de un relato cosificado en la indolencia de la mirada, se abre todo un catálogo de matices en torno a los privilegios sociales. De ahí al abismo, a la amplia sintomatología de la verdadera enfermedad terminal que describe el filme: tedio, alienación, maldad, una vida sin amor. Solo la eutanasia o el suicidio parecen las respuestas dóciles de las que hablábamos. Como dócil es el trayecto al océano que clausura el filme, el de un anciano en una silla de ruedas que sabe, como Haneke, que algo definitivamente ha terminado en su forma de retratar el mundo, pero también de entender el cine. Un final feliz.Hay un manifiesto ensayo de película-compendio, apenas velado o disimulado, como si el cineasta que ha escrito y dirigido su duodécimo largometraje (excluyendo sus diez tv-movies) mostrara los gestos y las formas que han conformado su mirada, como si realmente nos hiciera partícipes de aquello que podríamos identificar como ‘Universo Haneke'. Las citas son visuales y argumentales, hasta el punto de tejer la conexión literal con Amour en los personajes de Trintignant y Huppert, mismos padre e hija de la película con la que conquistó a los espectadores que saldrían huyendo de sus primeros trabajos, pongamos El vídeo de Benny o Funny Games.
Presunción y egolatría
La tensión entre la tecnofobia y la tecnofilia (Caché), las tensiones también de la violencia (Código desconocido) a la catarsis social (La hora del lobo), las enfermedades y sociopatías de un viejo continente (71 fragmentos, La pianista)… Una colección de éxitos ejecutados sin alma, como escribiendo una partitura. Y de ahí nos preguntamos de nuevo: ¿será este el momento en que un autor se convierte en la parodia de sí mismo? Lo mismo se ha venido diciendo de Brian de Palma o de Malick, de Almodóvar o hasta de David Lynch, pero al menos les distingue del austríaco que no se acomodan.Tan burgués y conformista es esta película como la familia de Calais que disecciona. Haneke abre en canal su propio cine con el escalpelo de la presunción y se encuentra a veces en el espejo del cineasta Todd Solondz, enfangado en la egolatría de sus propias regurgitaciones. Bajo la apariencia fría y mordiente siempre hubo un entramado intelectual. De la superficie criminal de La cinta blanca descendíamos al huevo de la serpiente del nazismo, del thriller Caché surgía una reflexión sobre la conciencia de culpa histórica, las manipulaciones visuales de El vídeo de Benny o Funny Games anunciaban una destructiva y lúcida visión del poder artificioso de la representación hiperrealista… El ‘final feliz' de Haneke se consume como un periplo por lugares familiares que han perdido su misterio, apenas pálidas siluetas de formas sin fondo. La joven Eve es el mejor personaje porque es el único que parece tener un pensamiento detrás, una intención metafórica.Tedio, maldad, alienación... En el relato de Haneke se abre todo un catálogo de matices en torno a los privilegios sociales
Llegar hasta aquí no habrá sido fácil ni cómodo para Haneke. Paradójicamente, el interés por su carrera solo puede duplicarse después de Happy End. Se encuentra en ese punto en el que algo nuevo puede empezar. En el que todo gran artista demuestra si puede regenerarse o degenerarse. Su próximo proyecto, una miniserie para la televisión en torno a una distopía futurista, nos brindará algunas respuestas.
@carlosreviriego