El desertor Willi Herold (Max Hubacher), oculto bajo sus perseguidores en El capitán

Después de triunfar en varios festivales sorprendiendo a crítica y público, se estrena finalmente El capitán, la oscura y apocalíptica historia de un farsante durante la agonía de la Segunda Guerra Mundial que ha dirigido el alemán Robert Schwentke con mirada fría y distante, y que viene a sumarse a la imparable y necesaria revisión de este conflicto por parte del cine europeo del siglo XXI.

Una imagen, que ha servido también para el cartel publicitario de la película: un descapotable militar señalado con la cruz gamada, con la figura erguida de un general alemán en su asiento delantero... y del que tiran por medio de unas tensas cuerdas varios esforzados soldados, arrastrándolo sobre un oscuro barrizal. Una imagen que, como las buenas, vale más que mil palabras, y que expresa a la perfección el espíritu de El capitán (Der Hauptmann, 2017), del director alemán afincado en Hollywood Robert Schwentke: describir la atmósfera bárbara, oscurantista y poco menos que apocalíptica de los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial. En este escenario de una Europa después de la lluvia -lluvia de proyectiles, bombas y granadas-, se desarrolla la siniestra aventura, basada en hechos reales, de Willi Herold, un desertor escapado por los pelos de la muerte, que en su desesperada fuga encuentra abandonado un uniforme de general del ejército alemán, se lo pone y... ¡alas! Se convierte automáticamente en general él mismo, acaudillando lenta pero implacablemente un pelotón de perdedores, pícaros, prófugos y soldados perdidos, para reinar finalmente como una suerte de bárbaro caudillo feudal sobre un campo de concentración para desertores alemanes que convertirá en verdadero matadero, en una espiral de violencia, mentira, hipocresía y absurdo, que describe, de forma metafórica pero inequívoca, cómo un país entero, en este caso la Alemania nazi, puede llegar a aceptar lo inaceptable y, más aún, a convertirlo en norma y principio de gobierno.



Robert Schwentke, al que descubrimos a comienzos del milenio con un resultón filme de horror europeo, Tattoo (Tatuaje) (2002), y quien desde entonces se ha convertido en eficaz realizador de thrillers en Hollywood, donde reside habitualmente, volvió a su Alemania natal para dirigir la que ha sido su primera película independiente, además de una revelación para gran parte de la crítica. Casi como si fuera su opera prima. Pero sólo casi, porque El capitán rebosa sabiduría narrativa y cinematográfica.



El capitán

Desde su elección del blanco y negro, siguiendo, según propia confesión, el consejo que le diera Michael Powell a Scorsese acerca de Toro salvaje (1980), algo así como "hazla en blanco y negro o la gente no podrá verla a través de la sangre", hasta un tratamiento del ritmo, la planificación y el montaje que no renuncia al suspense sostenido ni al simbolismo alegórico de ciertas imágenes y secuencias pero que es, ante todo y sobre todo, gélido, distante y objetivista, sin evadir la violencia descarnada pero sin regodearse tampoco gratuitamente en ella, El capitán funciona con la elegancia cruel del mejor cine de autor europeo, sin caer en excesos pedantes impostados. Fundamentalmente, sin dar al espectador fáciles claves para interpretar todo lo que ocurre, dejando que sea éste, si se atreve, quien saque conclusiones.



Como explica también el director, "quería hacer una película que no venga con un manual de instrucciones moral". Y así es: nunca sabemos a ciencia cierta qué es lo que pasa por la cabeza del oportunista Willi Herold, espléndidamente encarnado por Max Hubacher, ni lo que le lleva a convertirse finalmente en ejecutor implacable de sus iguales, pasando de víctima a verdugo casi sin inmutarse. Pero, por supuesto, como bien sabe Schwentke, todos podemos encontrar una explicación -o varias- si nos miramos atentamente en el espejo. Que eso es también su película: un espejo oscuro del alma.







El blanco y negro le da por lo demás a El capitán un aire especial, donde los grises del polvo, de los barrizales y la suciedad rodean con un aura de oscurantismo medieval sus duras imágenes, recordándonos al Bergman apocalíptico de El séptimo sello. Y es que la película de Schwentke, como hiciera en 1985 con sus colores monocromos la seminal Masacre (ven y mira) del ruso Elem Klimov, refleja la atmósfera de barbarie milenarista, desesperada lucha por la supervivencia y violencia bestial que acompañó a la Segunda Guerra Mundial -y que acompaña, por supuesto, a todas las guerras, por modernas que sean-, pero que se acentuó de forma hiperbólica durante sus meses finales y en los primeros años que siguieron al final de la contienda. Ejecuciones sumarias, ajustes de cuentas, deserciones en masa, traiciones, linchamientos, deportaciones, violaciones, robos y asesinatos estaban a la orden del día, y no sólo por parte de los vencidos, sino también de los vencedores.



El desolado campo de batalla que era la Europa de posguerra conoció escenas, algunas de las cuales recrea elegante pero escalofriantemente El capitán, que nada tienen que envidiar a los desastres de la guerra goyescos o a los lienzos de El Bosco, y que ha descrito con detalle, para vergüenza y horror de muchos, el historiador Giles Macdonogh en su terrible libro Después del Reich: crimen y castigo en la posguerra alemana (Galaxia Gutenberg). Este es, sin duda, uno de los grandes aciertos del filme: mostrar que la Edad Media, entendida superficialmente como aquellas Edades Oscuras que siguieron a la caída de Roma, no es sólo una época histórica, sino un estado de ánimo. Un humor (o un tumor, quizás) del propio ser humano, que acecha en su interior y aprovecha la excusa del caos de guerras y conflictos para escapar como una bestia de su jaula, volviendo a celebrar así sus sangrientos ritos de poder, abuso, humillación y tortura.



Max Hubacher en un momento de El capitán

El capitán viene a sumarse, de forma clara, a una cierta tendencia del cine europeo en su tratamiento de la Segunda Guerra Mundial, que se ha ido haciendo presente desde los años 90 del siglo pasado y sigue hoy dándonos obras reflexivas, implacables y nada complacientes a la hora de mostrar las realidades humanas del conflicto, mucho más complejas, sutiles e intranquilizadoras que los zafios tratamientos propios del cine de Hollywood, ejemplificados por películas sobrevaloradas como Salvar al soldado Ryan (1998). Desde la temprana Europa, Europa (1990), de la polaca Agnieszka Holland, que contaba la increíble odisea real de un muchacho judío de apariencia nórdica que salvó la vida alistándose en las Juventudes Hitlerianas, hasta la más reciente Lore (Cate Shortland, 2012), sobre los hijos de un oficial de las SS que deben cruzar una Alemania en ruinas en busca de su abuela, pasando por la inteligente farsa Un héroe muy discreto (Jacques Audiard, 1996), protagonizada por un pícaro y falso héroe de la Resistencia francesa. Desde el El libro negro (2006), la obra maestra de Paul Verhoeven en clave de thriller hitchcockiano, hasta la danesa Land of mine. Bajo la arena (Martin Zandvliet, 2015), que narra la tragedia de los prisioneros de guerra alemanes condenados a limpiar de minas las costas escandinavas, volando en pedazos con ellas, o desde la impresionante y poética El ogro (1996) de Volker Schlöndorff, según la novela de Michel Tournier, hasta la implacable El hijo de Saúl (2015), con la que el húngaro László Nemes dejó al Spielberg de La lista de Schindler (1993) a la altura del betún, pasando por el filme checo de animación Alois Nebel (2011), sobre la deportación de la población alemana de los Sudetes tras el final de la guerra, el cine europeo lleva ya varias décadas revisando el episodio más trágico, brutal y significativo del siglo XX, cuya naturaleza cambiaría para siempre la historia del mundo. Pero lo hace, como demuestra nuevamente la excelente El capitán, abordándolo con la complejidad, heterodoxia y profundidad que se merece, mostrando la honda (incluso abisal) humanidad, para bien y para mal, de sus protagonistas, héroes y villanos a menudo indistinguibles entre sí, muy alejado de los tópicos y lugares comunes de Hollywood y sus blockbusters. Todo sea a fin de que esa oscura Edad Media que llevamos dentro no encuentre excusas para salir a la luz y cabalgar una vez más sobre una nueva Europa en ruinas.