Isaki Lacuesta entre los protagonistas de Entre dos aguas

El director Isaki Lacuesta, que estrena Entre dos aguas el día 30, opina que los cineastas de ahora son infiltrados, agentes dobles y extemporáneos, llegados para inocular al público imágenes pertenecientes a otras gentes, ideas alejadas de las propias, otras formas de vida.

Creo que los cineastas de mi generación fuimos los últimos que llegamos a las salas de cine cargando los veinte kilos de bobinas de nuestra película en un saco de patatas, y los primeros que nos metimos un largometraje en el bolsillo, en un pen drive. Los últimos que encendimos una moviola y los primeros que montamos largos y series en un portátil mientras viajamos en avión enchufados a un disco de 8TB. Nos formamos en salas con programa doble, en videoclubes, grabando VHS por las noches y en la Filmoteca, y ahora nuestro trabajo se envía por teléfono mientras seguimos a la espera de la telepatía sin tarifa plana.



Igual que hubo un momento, entre los dioses y Cristo, en que el hombre estuvo solo, nosotros empezamos a rodar cuando el sistema de productoras y estudios se había derrumbado y las plataformas aún eran inimaginables. Por eso tenemos la sensación de haber sido una generación/puente entre dos aguas, entre dos modelos: tecnológicos, financieros y artesanales, sí, pero también entre dos formas de entender el arte y la vida, que al fin y al cabo son lo mismo. Aprendimos a trabajar en plató, con o sin vías, con o sin grúa, y a organizar una producción en medio de la selva o el desierto. Aprendimos a buscar dinero y a rodar sin él. Entre Cicerón y Marco Aurelio, analógico o digital, crecimos haciendo cine justo en ese "momento maravilloso" en el que ningún dios invertía millones de euros en nuestras películas, pero tampoco nadie exigía a cambio tributo ninguno. "¡Pero si somos felices, campamos a nuestra anchas, como palmeras en el desierto, sin hacernos sombra los unos a los otros!" espetó Jordà al moderador de la primera mesa redonda a la que me invitaron, cuando -como era de rigor, entonces igual que ahora- nos pidieron que nos quejáramos de la escasez de recursos.



El cine hoy se mueve conforme a un paradigma extremadamente distinto al de hace veinte años. Si el modelo capitalista del siglo XX comprendió que la clase trabajadora podía seguir siendo lucrativa en su tiempo de ocio mediante el consumo de discos, películas, etc, el siglo XXI ha rizado el rizo al conseguir que el grueso de la sociedad pague por consumir los productos culturales que son creados y colgados de forma gratuita por los propios ciudadanos, con beneficio económico íntegro para el intermediario. El cambio es tan importante que nos conviene repensar qué tipo de cine tiene sentido realizar. Por ejemplo, podemos fijarnos en cómo trabajan los ya legendarios programadores de algoritmos que promueven la búsqueda de lo idéntico a nosotros, para imitar su estrategia con objetivos opuestos: dirigirnos a públicos particulares y ofrecerles disonancias, el contraplano y bies de lo que esperan encontrar. Por eso me gusta pensar que los cineastas de ahora somos infiltrados, agentes dobles y extemporáneos, llegados para inocular al público imágenes pertenecientes a otras gentes, ideas alejadas de las propias, otras formas de vida.



El cine de hoy se mueve con un paradigma distinto al de hace veinte años. Los cineastas ahora somos infiltrados, agentes extemporáneos

Cuando hace veinte años empecé a trabajar en mi primera película, Cravan vs Cravan, el cine aún ocupaba un lugar central en el imaginario colectivo como fuente de conocimiento y placer (mejor esa palabra que "entretenimiento"), pero todos veíamos venir que aquella posición tan representativa del sigo XX duraría poco más que éste. Aún se estilaba la expresión "estrenos de los viernes", así que un viernes de 2002, me quedé estupefacto al descubrir que Cravan se estrenaba precisamente el mismo día y en los mismos cines Verdi que Los espigadores y la espigadora, de Agnès Varda; Eloge de l'amour, de Godard; Octavia, de Basilio Martín Patino; Aro Tolbukhin, de Villaronga, y Un final made in Hollywood, de Woody Allen. Una contraprogramación perfecta: la disfruté como quien asiste a los fuegos artificiales de su propia incineración. Si se fijan en esa cartelera, que ya entonces era obscena, verán que las formas y los temas de aquellas películas señalaban tanto un estado hauntológico de las cosas como los cambios que habrían de venir: un tragicómico cineasta ciego, una anciana genial filmando sus manos arrugadas con cámara doméstica, dos falsos y lúcidos testamentos, un psicópata-ave fénix en llamas y un poeta boxeador dispuesto a suicidarse para resucitar dos veces, o las que hiciera falta. Aquel lugar central que antaño ocuparan el cine, los diarios o, más tarde, la televisión generalista, pertenece ahora a las redes sociales, las apuestas deportivas, los videojuegos on line y las plataformas digitales. No veo motivos para lamentarnos por ello: también la poesía, la pintura, el rock y la novela fueron durante un tiempo los principales vehículos de conocimiento mainstream y pasaron a la periferia sin dejarnos de ser, aún hoy en día, extremadamente útiles y gratificantes, al margen de la audiencia mayoritaria.



Cuando hablo con otros cineastas de mi generación, reconozco un impulso bastante común, y que es de naturaleza anfibia: nos negamos a renunciar al cine que conocimos de chicos, y seguimos trabajando para proyectar películas en las salas, para un público que las recibe en comunidad: confíamos en la periferia. Pero, a la vez, estamos trabajando en la cueva de Alí Babá de internet/ las plataformas digitales/ compañías telefónicas (estas útimas cosas a veces son lo mismo), o para los museos. Los años de penuria nos inculcaron que no estamos en condiciones de renunciar a nada, al tiempo que no conseguían aplastar nuestro deseo de llegar a públicos mayoritarios, de recuperar cierta centralidad. Sin duda, todo este afán bífido, esta incapacidad para la renuncia, conlleva infinitas paradojas, algunas cicatrices y desajustes funcionales que, dentro de veinte años, podremos explicar mejor. Pero es también el motor que garantiza nuestra supervivencia.



Hay algo más que ha mejorado sustancialmente durante estos veinte años: el nivel de los estudios de cine. Cada curso compruebo que los jóvenes que salen de las facultades y las escuelas son infinitamente mejores cineastas de lo que era yo a su edad. Aunque solo fuera por eso, queda claro que nos queda cine para rato.

Para Joaquín Jordà, que fue mi maestro, y Sara Gutiérrez, que ha estrenado su primera película en 2018