Los Soprano

De la irrupción de las cadenas privadas a las actuales plataformas la ficción televisiva ha pasado, en estos 20 años, de la periferia al centro del discurso cultural. El estreno en 1999 de Los Soprano por HBO desencadenaría uno de los fenómenos audiovisuales más masivamente minoritarios.

Periodistas. Compañeros. La fórmula Globomedia. Seinfeld. Dawson crece. Un canal de pago (Canal+), la televisión pública, las autonómicas y dos canales privados. Esta sucesión telegramática podría resumir, grosso modo, el panorama de la ficción serial televisiva de la España de hace dos décadas. La irrupción de las cadenas privadas derivó en un nuevo sistema de producción expansivo que sustentó su continuidad con el éxito de títulos como Médico de familia. Series con capítulos de 70 y hasta 80 minutos, pensadas para satisfacer a todo tipo de público -de niños a jubilados- con infinidad de tramas, caracterizadas la gran mayoría de ellas por su blancura crítica. La pérdida de la autoría -muy presente en clásicos seriales como Turno de oficio, Anillos de oro o Fortunata y Jacinta- en beneficio de la instauración de equipos de guionistas fue otro de los rasgos definitorios de un periodo de afianzamiento industrial, déficit cualitativo y audiencias mastodónticas. En paralelo, TVE, lejos de fijarse en modelos de televisiones públicas europeas como la BBC, entró de lleno en la batalla por el share e imitó a sus ‘competidoras' privadas. En el otro extremo se situaba Canal+, que no invertiría en una ficción televisiva propia hasta 2010, y que estrenó Seinfield un 20 de junio de 1998, apenas un mes después de que se emitiera su último capítulo en Estados Unidos.



Desde entonces hasta hoy, los sustanciales cambios que han afectado a la teleficción se inscriben en diferentes ámbitos, aunque, probablemente, la mayor novedad la encontremos en el orden de lo perceptivo. En La cultura de las series, la profesora de Comunicación Audiovisual de la Universidad Carlos III, Concepción Cascajosa, señala que "la ficción televisiva ha pasado de la periferia al centro del discurso cultural". Y ese es un fenómeno estrictamente contemporáneo a cuya explosión hemos asistido en estos últimos 20 años. Los motivos de esa pequeña revolución cultural, pero también social y de consumo, son de muy distinta raigambre, aunque estén interconectados. En 1999 el canal por cable HBO estrenó Los Soprano (en España llegaría de la mano de Canal+ en mayo de 2000). El patrón de las producciones de los canales de pago como HBO, que no atienden a una audiencia -aunque luego la utilicen- sino a un número de suscriptores, dista mucho de los estándares y de los objetivos perseguidos por las cadenas generalistas. Se trata de productos distinguidos que, por definición, están destinados a un público minoritario. El salto cualitativo se produce, siguiendo la argumentación de Cascajosa, cuando los prescriptores pasan a formar parte de esa élite; es decir, cuando el crítico del New York Times, Stephen Holden, califica la serie creada por David Chase como el que quizás sea el producto cultural más importante de los últimos 25 años o cuando, en 2003, Olivier Joyard coordina un dossier para Cahiers du cinema que lleva por título La edad de oro de la serie americana. Aunque la academia ya llevaba décadas realizando estudios sobre ficción televisiva -de Canción triste de Hill Street a Twin Peaks- no es hasta el cambio de siglo cuando las teleseries empiezan a ocupar espacios que, tradicionalmente, les habían sido negados. Si la vida y miserias del capo Tony Soprano sirven para explicar esa transformación de la mirada crítica hacia las series de televisión y nos ayudan a iniciar un humilde proyecto de canon, The Wire es otro ejemplo más de que los bajos índices de audiencia no están reñidos con la reserva de un palco VIP en la atalaya de la posteridad.



La serie creada por David Simon vio la luz en 2002 (aquí la estrenó FOX en 2004) y su cocción como referente cultural de la contemporaneidad fue lenta. Convertida en éxito gracias a las ventas en DVD, este meticuloso análisis sociológico de carácter multifocal -de los traficantes de drogas de Baltimore a la educación y el periodismo- alcanzó, con el tiempo, la condición de tótem intelectual, pasando a formar parte del argumentario de Barack Obama o a ser objeto de análisis tanto por parte de escritores inequívocamente conservadores como Mario Vargas Llosa como de intelectuales marxistas como Slavoj Zizek.



Otra manera de ver TV

La presencia de las series en el discurso político -de Pablo Iglesias al spin doctor Iván Redondo- denota su nueva posición dominante dentro del espectro cultural, lo que las faculta para ejercer como vínculo entre los gobernantes y los ciudadanos, puesto que si por algo se han caracterizado las teleficciones es por ser un producto de consumo masivo, más allá de que en décadas precedentes no recibieran el visto bueno de la intelligentsia: entre el éxito de Friends (estrenada aquí en 1997, cuando en EE.UU. iba por la cuarta temporada) y el de Juego de Tronos (surgida en 2011), otras dos teleseries clave en esta época, media un cambio apreciativo. Una variación que, seguramente, también está relacionada con la profunda metamorfosis que ha sufrido la manera en la que vemos televisión.



The Wire

De los dos canales de Televisión Española, Antena 3 y Telecinco, las autonómicas adscritas a la FORTA y Canal+, existentes en 1998, hemos pasado a lo que Elena Neira denomina en su imprescindible La otra pantalla, ‘televisión social'. De un lado, existe una conectividad total gracias al internet de banda ancha, lo que permite consumir contenido en diferentes soportes (multiplataforma) y en diferentes espacios, merced a la difusión en streaming. Esa revolución tecnológica rompe, también, con la linealidad impuesta por la tradicional parrilla: ahora la televisión es on demand, se consume en diferido, cuando y como el espectador quiere. Pero, además de todo esto, la nueva televisión es interactiva y experiencial: los usuarios, a través de sus comentarios en las redes sociales, pero también mediante sus selecciones, participan en el proceso creativo. De hecho, las comunidades de fans han logrado que series que habían sido canceladas tengan, gracias a su presión, una nueva vida: pensemos en Firefly (Joss Whedon, 2002) y en su continuación en forma de largometraje, Serenity (Joss Whedon, 2005). Aunque, seguramente, el caso más palmario sea el de Perdidos (que llegó en 2005 a TVE, un año después del lanzamiento en su país de origen), el primer fenómeno serial que articuló una digital experience: las páginas web dedicadas a la serie iban siendo actualizadas e, inmediatamente después, esas novedades obtenían la respuesta de los seguidores en otras webs, blogs o podcasts. La televisión y las nuevas estrategias de marketing se fusionaban.



La irrupción de plataformas

La incidencia tecnológica es el principal factor causante de la constante mutación de una televisión que ya no puede describirse con los parámetros de 1998, por no abandonar el marco cronológico. Una de las principales novedades surgida en estos años no es otra que la aparición de las plataformas. A grandes rasgos, Netflix o Amazon TV funcionan como un híbrido entre las antiguas networks televisivas y los viejos estudios de Hollywood: producen contenido y pueden, si lo desean, distribuirlo, exhibirlo y controlar la recepción. Asistimos a un proceso de retroalimentación, puesto que la colección de datos almacenados permite, a su vez, diseñar nuevas propuestas en función de las elecciones de los usuarios: así se creó House of Cards y así funcionan grandes éxitos como Stranger Things. En términos industriales, eso supone un vuelco para los profesionales del sector y un salto evolutivo difícilmente mensurable, sobre todo si tenemos en cuenta que la primera serie producida por un canal de pago en España no llegó hasta 2010.



Dejando a un lado la televisión pública y las cadenas generalistas privadas, hemos pasado de que TNT lanzara Todas las mujeres (Mariano Barroso, 2010) a que Netflix anuncie el desarrollo de entre 10 y 12 proyectos al año a partir de 2019. Si pensamos que la serie de Barroso necesitó un remontaje en forma de película para obtener visibilidad (y un Goya) y que hoy un buen número de reconocidos cineastas españoles -desde el propio Barroso a Enrique Urbizu, pasando por Alberto Rodríguez- han encontrado en las series producidas por Movistar + un espacio para desarrollar su oficio, tal vez podamos calibrar las consecuencias de esta transformación. En este sentido, resulta inesperadamente lógico que la que puede considerarse la mejor serie nacional de este periodo, nos referimos a Crematorio (Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo, 2011), fuera una de las primeras apuestas hechas por un canal de pago y que ahora sus autores hayan desarrollado su siguiente proyecto, La Zona, en Movistar+. Un fugaz repaso de los títulos citados da cuenta de la permeación alcanzada por las ficciones made in USA a todos los niveles: consumo, análisis y prensa (cabe recordar que House o CSI fueron éxitos en horario de prime time en España).



Twin Peaks

Esa focalización excesiva sobre lo que llega del otro lado del Atlántico -fijación que alcanza, incluso, la copia de modelos industriales- ha hecho que las propuestas de nuestros vecinos europeos queden relegadas al olvido. Sin embargo, la hiperconectividad actual ha facilitado que producciones de indiscutible calidad como Bron/Broen, Forbrydelsen o Borgen hayan arribado a nuestros puertos vía P2P o pasando el pertinente control de aduanas (la piratería y las descargas ilegales son, también, otra temática propia del periodo). Pero a las series nórdicas habría que sumar Roma Criminal o Gomorra; Black Mirror o la inclasificable P'Tit Quinquin, sin olvidar que ese trasvase también se ha producido a la inversa; ha habido series españolas, como en su día Isabel, Gran Hotel o El Ministerio del Tiempo, que gracias a sus valores lograron trascender nuestras fronteras (si hablamos de audiencias, las verdaderas amas del share patrio son Hostal Royal Manzanares, Aída, Aquí no hay quien viva o El príncipe).



Víctimas del spoiler

Así pues, a lo largo de estas dos décadas hemos presenciado la llamada Tercera Edad Dorada de la televisión norteamericana, con la coincidencia en las pantallas de Los Soprano, The Wire, Deadwood, A dos metros bajo tierra, El ala oeste de la Casa Blanca, Roma o The Shield. Hemos asistido a la irrupción, inmediatamente posterior, de Mad Men o Breaking Bad y hemos experimentado el temor de convertirnos en víctimas de un spoiler sobre Juego de Tronos. Nuestros aparatos catódicos fueron adelgazando, el ordenador se impuso como pantalla alternativa para, casi sin tiempo para parpadear, ver cómo las tablets y los smartphones se erigían, también, como nuevos televisores y como herramienta interactiva. De la cita semanal hemos pasado al maratón, de la dictadura de la parrilla al visionado libre y diseminado de la programación, de las audiencias millonarias al público de nicho, de una producción nacional reducida a un (aparente) boom industrial, de la marginación crítica a la presencia continuada de las series en revistas especializadas, publicaciones generalistas y prensa diaria.



El cambio, vertiginoso e imprevisible, es la única constante. Ante esa tesitura, lo más justo tal vez sea completar nuestro listado con el regreso de Twin Peaks, la teleserie que mejor refleja las tensiones que atraviesan nuestro tiempo.



@ManuYanezM