Los niños actores de Roma trabajaron sin guion.

La ganadora del León de Oro del Festival de Venecia, Roma, llega en diciembre a nuestras pantallas (pocas) y a la plataforma que la produce (Netflix) con una gran expectación. Alfonso Cuarón realiza una proeza fílmica a través de un fresco familiar cargado de estampas cotidianas y rituales privados.

¿Qué ocurre cuando un cineasta pone el foco sobre su propia historia? ¿Cómo se negocia, desde la concreción figurativa de lo cinematográfico, el torrente de subjetividad inherente a todo ejercicio autobiográfico? Si atendemos al empeño de los grandes maestros del cine, del Federico Fellini de Amarcord al Ingmar Bergman de Fanny y Alexander, parece evidente que los viajes fílmicos a la propia memoria ponen de manifiesto un choque esencial entre naturalismo y artificio, entre el impulso verista y una invocación de lo imaginario. Un combate conceptual que fulgura con fuerza en Roma, el emotivo y sensorial viaje de Alfonso Cuarón a su infancia en la Colonia Roma, en Ciudad de México, en el seno de una familia de clase media-alta a principios de la década de 1970.



Ganadora del León de Oro en el pasado Festival de Venecia, y buque insignia del asalto de Netflix al panteón del cine de autor, Roma ha sido descrita por Cuarón como su proyecto más personal y el mayor desafío de su carrera, una afirmación que sorprende viniendo del autor de una distopía fantástica como Hijos de los hombres y una odisea galáctica como Gravity. Sin embargo, si se atiende al detallismo patente en la recreación histórica, así como al delicado equilibrio entre realismo y artificio, es posible advertir las huellas del esfuerzo titánico que implicó la realización de una película que parece transponer, al ámbito del cine, el modelo proustiano de En busca del tiempo perdido.



En su cara más vivencial, Roma hace gala de una estética de raigambre neorrealista que configura un universo táctil y al mismo tiempo hipersensible a las corrientes emocionales del relato. Un naturalismo en blanco y negro -un océano de tonalidades grisáceas- que Cuarón dota de un aura hiperrealista gracias al trabajo con su cámara digital Alexa de 65mm. El director de Grandes esperanzas busca dar forma a una memoria viva, y para ello hace colisionar sus propios recuerdos, petrificados por el paso del tiempo, contra la cara más azarosa de la representación fílmica.



Caos en las escenas

Cuarón colisiona sus propios recuerdos, petrificados por el paso del tiempo, contra la cara más azarosa de la representación fílmica

Según explicó el director en Venecia, los niños y los actores no profesionales de Roma (la mayoría) trabajaron sin guion, a lo que cabe sumar las indicaciones contradictorias que, en ocasiones, Cuarón repartía para generar una sensación de caos en las escenas. El resultado de esta operación de riesgo es una obra vibrante, que en sus pasajes más deslumbrantes consigue dar forma a una realidad en bruto, esquiva e imprevisible. Por otro lado, en su cara más artificiosa, Roma revela una puesta en escena sostenida sobre un conjunto de reglas férreas: la cámara observa a sus personajes desde la distancia, apartada, en largos planos secuencia, como si fuera una presencia fantasmagórica. Desde esa perspectiva neutra, Cuarón cincela un fresco familiar cargado de estampas cotidianas y rituales privados, composiciones de grupo de las que sobresalen objetos y gestos empapados de memoria. Resulta extraordinario el modo en que el cineasta mexicano insufla un aliento poético a detalles aparentemente banales, como una ventana sucia, una pelota deshinchada, un niño que juega a hacerse el muerto, o una mano femenina que estruja un limón sobre carne picada.



Imágenes de gran fuerza testimonial que conforman el retrato intimista de un clan golpeado por la incomunicación entre los padres y los ecos de un agitado contexto social. Una crónica histórica en minúsculas que, en su preferencia por los tiempos (aparentemente) muertos, remite al trabajo de una estirpe de grandes cineastas orientales, de los minimalistas y sublimes dramas domésticos del japonés Yasujiro Ozu a las crónicas autobiográficas del taiwanés Hou Hsiao-hsien, donde la Historia se infiltraba en la cotidianidad de los personajes.



Sostenida por quebradizos filamentos narrativos, Roma acaba poniendo el foco en la odisea vital de una de las jóvenes criadas de la familia protagonista, Cleo, interpretada con sorprendente temple por la actriz no profesional Yalitza Aparicio e inspirada en Libo, la criada del clan Cuarón. Con su cuerpo menudo y su dignidad inconmensurable, Cleo cataliza diferentes conflictos de alcance sociopolítico y cultural. Por un lado, está la compleja relación que se establece entre la criada y la familia a la que sirve, un vínculo en el que se entrecruzan el afecto y el servilismo, y que Cuarón explora con más bonhomía que obras recientes como Una segunda madre, de la brasileña Anna Muylaert, o La nana, del chileno Sebastián Silva. Cleo es también el eje central de la reflexión que propone el filme en torno al rol de la mujer en una realidad marcadamente patriarcal. Y, por último, la protagonista debe encontrar su lugar en una sociedad que tiende a estigmatizar su condición indígena, algo que la película pone en primer plano a través del uso del idioma mixteco.



Cabe decir que, a medida que el personaje de Cleo va adquiriendo profundidad psicológica, Roma abandona su acercamiento a la cotidianeidad de los personajes en pos de la construcción de un arco dramático más convencional, sostenido por una noción algo hiperbólica de la catarsis narrativa -un recurso que Cuarón ya explotó en Gravity- y por una colección de imágenes simbólicas, de unos gansos fornicando como emblema vitalista a unas cabezas disecadas de perros como memento mori. Pese a estas concesiones emocionales, el director de Y tú mamá también -otra película sobre jóvenes que descubrían la complejidad y sinsabores de la realidad adulta- consigue con Roma la difícil proeza de evocar el pasado con un pie puesto en la nostalgia y el otro en el escrutinio crítico. "¿Qué significa recordar -apunta Cuarón- sino aceptar que todo ejercicio de memoria trastoca tanto nuestra visión del pasado como de la realidad presente?".