Andrew Garfield (Sam) en Lo que esconde Silver Lake
En la ciudad de Los Ángeles nada es lo que parece. Lo sabe David Robert Mitchell que, en Lo que esconde Silver Lake, se adentra en un territorio abierto a todas las influencias (con especial mención a Hitchcock y Lynch) y a todas las fugas subterráneas posibles. El relato que protagoniza Sam (Andrew Garfield) fascina por los enigmas que plantea, por su capacidad o incapacidad para resolverlos...
Si en la impactante It Follows (2014) David Robert Mitchell (Clawson, Michigan, 1974) trastocaba las bases de un género abordando el horror sobrenatural desde un ángulo sexual y paranoide, ahora se abisma en una investigación alucinógena, simbólica y expansiva para construir una topografía de la cultura contemporánea y las teorías conspirativas, un criptograma de la iconografía pop, de los 40 a los 90, de Marilyn Monroe a Kurt Cobain. Y todo ello mientras trata de que tanta ambición hipertextual no se vaya por el desagüe de una ciudad depredadora y vampírica, en la que nada es lo que parece ni tampoco lo contrario. Lo que esconde Silver Lake se ofrece como un territorio abierto a todas las fugas y universos posibles, en la vida y en la muerte, en el sueño y la vigilia. Un continente en sí mismo.
Desde el Humphrey Bogart de El halcón maltés (1941) y El sueño eterno (1946), un hombre curioso, abierto a los misterios de la existencia, bien puede perderse en los rincones y submundos que brotan bajo las palmeras sin esperanza de encontrar aquello que estaba buscando. El Sam (Andrew Garfield) de Lo que esconde Silver Lake es uno de ellos, como lo fueron Sam Spade, Philip Marlowe, Scottie o Doc Sportello, en busca de una vecina rubia, espiritualmente hitchcockiana, que ha desaparecido (Riley Keough) sin dejar más rastro que una fotografía, el recuerdo de un bello cuerpo y un aroma a perdición. La ciudad es como un sueño imposible, un limbo existencial donde un asesino de perros transita con el cinismo y la libertad de quien no tiene nada más que perder.
Esa sensación de extravío que vive Sam, tan esencial en toda investigación, se refleja en el espectador, forzado a abrirse paso en una trama a la que no parece importar tanto el destino como el propio viaje. Desencantado y a punto de que su casero le desahucie, nuestro antihéroe mata los días como lo hacía James Stewart en La ventana indiscreta (1954) y en Vértigo (1958), encontrando mensajes codificados allá donde mire: en una caja de cereales puede estar el mapa secreto de la ciudad (guiño a La joven del agua de Shyamalan) y en la lápida de Janet Gaynor la puerta de entrada a su geografía fantástica, impenetrable, aquella que no está en el inventario visual de Thom Andersen en Los Angeles Plays Itself (2003).
Película forjada conscientemente en el culto, el tercer largometraje de Mitchell propone un hipnótico descenso a las catacumbas oníricas de la ciudad de los sueños que nos remite tanto a Vértigo como, especialmente, a Mulholland Drive. Sumergirse en la ciudad subterránea de Silver Lake es un pasaporte a la frustración dramática y al desafío de vivir el instante, pero también un muy estimulante trayecto por la fantasía de una ciudad sin fin, en la que cada puerta y cada ventana es una promesa a una historia inconclusa.
Cultura pop
Como ocurre en las tramas chandlerianas, los cuadros hopperianos y los laberintos borgianos, la promesa de un relato indescifrable nunca desaparece de la pantalla, y frente a la densidad de iconos, mitos y leyendas, llega un punto en el que ya no importa conectar las señales, porque el único relato fiable es el itinerario, el que transcurre en la mente de Sam o en las nuestras. La fascinación de la película procede de los enigmas que plantea, no de su capacidad (o no) para resolverlos. Como si habitáramos el viaje en barco de Jacques Rivette, una vez que hemos cruzado al otro lado del espejo hemos perdido el derecho a entender el mundo bajo la lógica de lo que quedó al otro lado de la pantalla, nosotros, los espectadores.Riley Keough en la película
Las referencias argumentales a la cultura pop nunca han sido tan excesivas como en esta película. Es como si Mitchell armara una síntesis esquizofrénica o una película compendio del noir y sus descendientes, de la novela gráfica, la música y el fantástico, atravesado todo ello por una cinefilia enfermiza y desbordante, en la que es fácil perder la noción entre lo real y lo imaginado. Tan apabullante y denso es el psicótico laberinto de citas y ecos que el peligro al que se enfrenta constantemente el filme, en el que cada plano debe esconder un jeroglífico, es el de sofocar la voz de Mitchell y aquello que quería contarnos. Llegados al tramo final comprendemos que, como Sam, su criatura, el director también emprendió el viaje sin saber muy bien hacia donde nos estaba llevando, y que como la propia ciudad que retrata, está condenado a existir bajo el peso de los sueños que le preceden. Más allá de una fiesta mitómana asaltada por la incredulidad, es quizá Lo que esconde Silver Lake el retrato más ambicioso y delirante de la realidad múltiple y esquiva de la contemporaneidad, cuando la verdad de lo que nos rodea puede estar codificada en señales acaso solo visibles para quien quiera verlas.Con su tercer largometraje, Mitchell se posiciona como uno de los autores independientes más permeable a la postmodernidad. El lago plateado en el que nos sumerge es como la fuente de una incesante mitología enroscada sobre sí misma, de la que no podemos escapar sin riesgo de perder el camino de vuelta a casa, a un cine que no se entiende si no estamos dispuestos a explorar la nostalgia de una iconografía abierta en canal para mostrar todos sus cadáveres y ausencias.
@carlosreviriego