Matt Dillon encarna al asesino en serie de Lars von Trier
El asesinato, pero también el cine, entendido como una de las bellas artes. Toda una cosmogonía de autores lo han entendido así. Sin Von Stroheim o Lang o Hitchcock o Powell o Fincher, el lenguaje cinematográfico carecería de una sintaxis para el homicidio. ¿Podemos entender el arte de la puesta en escena sin Psicosis (1960), sin El fotógrafo del pánico (1960), por ejemplo? A la insoslayable cadena cinematográfica de asesin(at)os en serie que estas películas alumbraron es a la que Lars von Trier quiere sin duda sumarse con su último trabajo. Dotado de su característica tendencia a la provocación y al narcisismo, al danés probablemente no le basta con ser un eslabón más en esa cadena, sino que de algún modo su gesto pasa por redefinir un género y exponer su propia forma de entender el arte, esto es, una vez más, como una sesión de psicoanálisis y catarsis emocional desde la que autorretratarse. “Las viejas catedrales suelen tener sublimes piezas de arte escondidas en los rincones más oscuros para que solo Dios las vea. Lo mismo ocurre con el asesinato”. En boca del asesino en serie de Von Trier encarnado por un Matt Dillon verdaderamente sublime, las palabras que actúan como reclamo promocional de La casa de Jack (estreno el 25 de enero) apuntan precisamente a la búsqueda de la belleza en un entorno macabro, sórdido y despiadado, y en esa espiral es en la que nos aventuramos como espectadores. Von Trier siempre ha pedido al espectador que oficie de víctima, que en definitiva padezca las tortuosas tragedias, torturas y vejaciones que inflige a sus personajes, casi siempre femeninos y cándidos. Esa tensión es la que hace tan identificable el particular sadismo y misoginia de su cine, pero también la pulsión sadomasoquista que todo espectador anida en su interior. En esta ocasión sin embargo nos pide lo contrario: que seamos el verdugo, la conciencia perversa, que entremos en su mente depredadora y enfermiza, y además en clave masculina.Los doce años de “carrera” homicida de Jack se despliegan en cápsulas de crímenes, o como dice el protagonista, “incidentes”, describiendo con minuciosidad mórbida y devaneos intelectuales los mecanismos del crimen. La crónica al centro de la locura de Jack se ofrece finalmente como metáfora nada velada de la propia angustia emocional de Von Trier. Al igual que hiciera en Anticristo (2009), la película con la que quiso desactivar, explicándolo, su proceso depresivo, resulta inevitable interpretar La casa de Jack como otra expiación psicológica en la atribulada vida de un danés atormentado, que no por casualidad es además un cineasta de enorme talento. ¿Pero podemos considerar este filme, que pasó más bien desapercibido en el marasmo de Cannes para que Sitges aupara unos meses después sus expectativas, como una de las grandes obras en la filmografía del autor de Rompiendo las olas (1996), Bailar en la oscuridad (2000), Dogville (2003) o Melancolía (2011)? Su interés y relevancia artística es innegable, incluso podemos considerar que es el particular Ocho y medio de Von Trier, pero sus conquistas creativas son discutibles.Resulta inevitable interpretar el filme como otra expiación psicológica del ddirector de