La obra del director ucraniano Sergei Lotnizsa (1964), reputado documentalista contra las versiones oficiales -Maidan (2014), Austerlitz (2016), Victory Day (2018)- y creador de ficciones amargas en las que el pesimismo y el humor absurdo se alían para dar forma a la tragedia -las tituladas irónicamente My Joy (2010) y A Gentle Creature (2017)-, lleva desde finales del siglo XX indagando en las consecuencias que ha tenido para la población del este de Europa la desintegración de la URSS. En los últimos años, el cineasta ha entrado además en una fase de febril productividad, espoleado por la convulsa situación que atraviesa Ucrania desde que el presidente Víktor Yanukóvich renunciara en 2013 a negociar la integración en la Unión Europea para lanzarse a los brazos de la Rusia de Putin.
Donbass, que se estrena este miércoles 17 en España, ganadora del premio al mejor director en la sección Un certain regard del Festival de Cannes, es una nueva alerta de Lotnizsa sobre la alarmante y progresiva deshumanización de la sociedad civil en su país. El director pone el foco en la región del este de Ucrania que da título a la película, donde las fuerzas independentistas prorrusas han arrebatado el poder al gobierno y autoproclamado las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk. A través de 13 segmentos ligeramente interconectados entre sí, en un ejercicio similar al realizado por Luis Buñuel en El fantasma de la libertad, Lotnizsa trata de captar la barbarie de un conflicto armado en el que no hay grandes batallas pero sí muchos damnificados.
Aunque el espectador español pueda sentirse algo desorientado, la película atrapa por la puesta en escena y el trabajo de cámara
Si los tres primeros episodios nos hablan de la manipulación de los hechos en la era de la posverdad, enseguida el cineasta dirige la cámara hacia las principales víctimas del conflicto, la población extorsionada y explotada por la nueva burocracia y golpeada por las bombas. Así, acompañamos a los pasajeros de un autobús que hablan sobre lo que han perdido en la guerra mientras sortean puestos de control en los que los paramilitares prorrusos se aprovechan de ellos y los maltratan. O nos adentramos en un edificio sin tuberías ni calefacción donde decenas de refugiados malviven en condiciones nefastas. La brutalidad va in crescendo y Lotnizsa introduce un capítulo kafkiano en el que un empresario es forzado por las autoridades a ceder su vehículo a “la causa” de las nuevas repúblicas o una escena impactante, impropia para lo que nos gusta llamar la civilización contemporánea, en la que asistimos al linchamiento de un militar del ejército ucraniano al que las autoridades prorrusas atan a un poste junto a una parada de autobús. Por duras que nos parezcan las imágenes, todos los cuadros que pinta el director están basados en acontecimientos reales.
Aunque el espectador español quizá se sienta algo deso-rientado en una película que no aporta contexto ni explicaciones sobre un conflicto que ha acaparado poca atención mediática en nuestro país, Lotnizsa consigue atrapar la atención gracias a la frialdad de la puesta en escena, al estilo documental que guía el trabajo de cámara del rumano Oleg Mutu y a las enormes dosis de humor negro que ayudan a afrontar la ramplante ausencia de piedad y compasión. El final, que significa una vuelta al inicio, como una serpiente que se devora a sí misma, alerta del peligro de que la farsa acabe convirtiéndose en realidad.