En los últimos tiempos el cine británico parece especialmente ansioso por reivindicar la grandeza de sus grandes referentes históricos. Hemos visto a Churchill dos veces en la película homónima de 2017 y en El instante más oscuro, de este mismo año, que le dio un Oscar a Gary Oldman. Hemos visto también revivir a María, reina de Escocia hace pocos meses en la piel de Saoirse Ronan y de hecho capítulo aparte merece la familia real, a los que los británicos dedican como mínimo dos películas por año, desde Victoria y Abdul (2017) hasta la famosa serie de Netflix sobre los Windsor.
País también muy aficionado a las memorias y la biografía, en este género surge una modalidad peculiar, la película hagiográfica que también sirve como redención de los pecados nacionales. Después de Descifrando Enigma (2015), sobre la trágica existencia de Alan Turing, el hombre que inventó el lenguaje digital, llega La importancia de llamarse Oscar Wilde, en la que Rupert Everett dirige y protagoniza la historia del desdichado escritor en sus últimos días. Lo que vemos es a un Wilde tan ingenioso como siempre pero viejo y cansado que, exiliado en París después de cumplir condena por trabajos forzados por su homosexualidad, vive con amargura sus últimos días en medio de una gran pobreza. Murió a los 46 años de meningitis pero la verdadera causa fue la tristeza.
Siempre se ha dicho que España es un país tacaño con sus grandes genios, poco dado a levantar estatuas y monumentos a nadie. Si nosotros tenemos a Lorca como cargo de conciencia, los británicos tienen a Wilde (Dublín, 1854-París, 1900), brillante creador de novelas como El retrato de Dorian Gray, obras de teatro como La importancia de llamarse Ernesto y cuentos infantiles como El príncipe feliz cuya obra se sigue traduciendo y leyendo en todos los rincones del mundo. Hoy nadie duda que Wilde es uno de los artistas más importantes de la historia de la literatura inglesa, pero lo que cuenta el filme es cómo el hombre famoso y rico se estampa con la miseria más absoluta y como dice él mismo: "a san Francisco el matrimonio con la pobreza le fue bien, a mí no".
Everett, que demuestra trazas de buen director y se maneja muy bien sobre todo en las escenas de interior, reúne a actores de la talla de Colin Firth (como uno de los mejores amigos del escritor) o Emily Watson (que da vida a su esposa) para contar con mimo y evidente pasión por la historia una metáfora cruel. Es la metáfora de una sociedad adicta a la belleza y el esplendor que del mismo modo que hoy jalea mañana insulta y desprecia. Es probable que Wilde hubiera podido soportar la dureza extrema de los trabajos forzados pero según el filme, lo que rompió su corazón de manera definitiva fue que aquellos mismos que lo ensalzaron como el más distinguido e ingenioso de los literatos después le condenaran y le hicieran la vida imposible.
No solo los ingleses, "ese pueblo hipócrita por antonomasia", como dice Wilde, le amargaron la vida. El "culpable" de su desdicha fue Alfred Bosie Douglas, marqués de Queensberry, un joven apuesto y malvado por el que no podía dejar de estar enamorado a pesar de saber que era un monstruo. El propio Wilde lo cuenta en De profundis, la larga carta que le escribió desde prisión y que es el largo lamento de un hombre con el alma destrozada. A Everett tampoco le cae bien Bosie, emblema del 'homme fatal', y lo presenta como un personaje cruel. Emotiva e impecablemente dialogada, La importancia de llamarse Oscar Wilde es una buena película que queda como testamento de la crueldad infinita que también forma parte de la esencia humana.