Gisaengchung, de Bong Joon–ho
Probablemente sea el último trabajo de Bong Joon–ho el más sorprendente de cuantos de momento han presentado sus credenciales como aspirantes a la Palma de Oro, cuando ya entramos en el sprint final a falta apenas de desvelar cinco largometrajes más. Y no porque sea una buena, excelente película, que es algo a lo que el coreano, autor de Memories of a Murder, The Host o Snowpiercer entre otras, nos tiene más o menos acostumbrados, sino por la naturaleza endiabladamente cómica y política de su propuesta. Es de momento, sin duda, el filme a concurso que más aplausos y alegrías ha despertado en La Croisette. Alegrías justificadas, pues es una película en el que todo, absolutamente todo, desde el extraordinario, inteligente guion hasta la interpretación de los actores, la gestión del ritmo cómico y el sentido de la puesta en escena, además de su fondo de inclemente fresco social, está perfectamente engrasado para no echar nada en falta y que nada tampoco le sobre. Por este tipo de películas es por las que se recuerda con el tiempo la calidad de una sección oficial como la que, en términos generales, está deparándonos este Cannes 2019.
Bong Joon–ho nos cuenta la historia de la familia Ki–Taek, cuatro miembros todos ellos en paro y viviendo del gorroneo y el vampirismo, como si fueran auténticos parásitos instalados felizmente en su miseria existencial. En el arranque del filme, para no dejar dudas al respecto, tratan de encontrar un rincón en su casa en el que puedan conectarse a la línea wifi gratuita de algún vecino del edificio en el que ocupan el semisótano, con cristales que dan al exterior de la calle, y que los borrachos del barrio utilizan de urinario. La dinámica de los de arriba y los de abajo en la dimensión espacial y arquitectónica del relato queda ya claramente establecida, y la seguirá sofisticando cuando la familia consiga infiltrarse como trabajadores a tiempo casi completo en los servicios del hogar de una familia rica de la que se van aprovechando con picardía a partir de un plan estratégico. El objetivo de la familia, que inicia su penetración en el círculo burgués con la contratación del hijo para que imparta clases particulares de inglés, pasa por desestabilizar por completo el statu quo social, apropiarse de la propiedad como si fueran sicarios de un complot de convicciones comunistas.
Obviamente, las cosas en determinado punto empiezan a complicarse, de modo que la acumulación de secretos y tensiones alcanza un punto sin retorno que está gestionado tanto en el guion como en la pantalla con gran maestría. Sin que en ningún momento decaiga el componente metafórico de la propuesta, y sobre todo el factor cómico y la brillante puesta en escena (es muy relevante el modo en que los espacios de la casa se ofrecen como significantes narrativos), la película combina con especial acierto y elegancia el código humorístico y algo parecido al terror social, que obviamente sólo puede conducir a la demencia en un violento, macabro tramo final en el que sentimos que cualquier cosa es posible. Un logro mayor y realmente sorprendente de un cineasta asociado hasta ahora al cine fantástico, pero que en verdad siempre ha introducido un subtexto de denuncia social y comentario político en sus propuestas.
Roubaix, une lumière, de Arnaud Desplechin
La miseria social es asimismo el punto de partida y la línea de fuerza que sostiene el último trabajo del galo Arnaud Desplechin, muy apreciado aquí en Cannes y sin duda uno de los autores franceses que siempre hay que considerar. Es esta una película extraña, extrañísima, que en un primer visionado intriga más que convence, y que nos obliga en cierto modo a querer repetir la experiencia por si nos hemos perdido algo esencial en ella. Se trata de un relato noir de lugares comunes –un investigador, una serie de sucesos criminales, interrogatorios y escenas del crimen– que sin embargo va convirtiéndose en otra cosa casi inasible, en un estudio moral y psicológico de la banalidad del mal, pero sobre todo en una originalísima historia de amor y sumisión entre dos jóvenes que al parecer han asesinado a su vecina anciana para robarle.
Su aspecto es el de un piloto para una serie televisiva, una mezcla entre Brigada criminal y The Wire, que a partir de su ecuador avanza hacia un lugar indeterminado en la reconstrucción verbal y gestual del asesinato de la anciana. Hay varios elementos que van alejando poco a poco el filme de esa impresión inicial de encontrarnos frente a una propuesta muy familiar en sus formas y su drama, y su audacia consiste básicamente en hacernos ver que detrás de cada crimen hay una gran historia que puede contarse de otro modo, con todas las rupturas de expectativas que esto conlleva. Para ello, la película se basa en un caso real y en los interrogatorios y los informes policiales que fueron objeto de un documental televisivo. Desplechin apuesta por envolver el drama en un hilo musical dramático y solemne en contradicción con la estética del filme, diríamos que de un modo desconcertantemente godardiano, y no perder nunca de vista, mediante los soliloquios en off del investigador jefe (Roschdy Zem), el sentimiento de miseria social y conflicto racial que se ha apoderado de la pequeña población que da título al filme.
Víctimas de esa sociedad sin horizontes son las jóvenes acusadas de asesinato, interpretadas por Léa Seydoux y Sara Forestier (en su mirada de miedo, compasión y amor a su compañera recae todo el peso emocional de la película), hacia cuyas vidas va estrechándose un relato de atípica estructura que arranca con una visión panorámica para ir sorprendentemente acotando su foco de interés a un personaje, el de Forestier, en principio satélite. Este cronista no recuerda haber asistido a un interrogatorio paralelo tan intencionado en una ficción noir, como si fuera una guía de estrategia policial, ni sobre todo a la minuciosa recreación del crimen en el lugar de los hechos, precisamente para revelar la imposibilidad de despejar todas las incógnitas que envuelven un crimen. En determinado momento sentimos que el compromiso de la película no pasa por sentenciar o absolver a las sospechosas (cuyo grado de culpabilidad está cargado de matices y responde a la apuesta de la intuición policial), sino en revelar “toda la verdad del caso”, esa verdad objetiva que siempre huye de nuestra percepción y de los límites del lenguaje. El film se enfrenta así a un problema irresoluble: el lenguaje oral y la representación visual del crimen. Muy interesante.
Matthias et Maxime, de Xavier Dolan
Incluso para los que como este cronista no comulgan demasiado con el cine del que fuera niño terrible y precoz de la cinematografía canadiense, culto de la comunidad y el cine LGTB, esta película es una enorme decepción que no hace sino confirmar las sospechas de un cineasta dado a los fuegos artificiales formales para contar historias, melodramas, de fondo claramente reaccionario. Diríamos que Matthias y Maxime, la historia de la amistad–romance de dos amigos de infancia abocados a la separación (Maxime, interpretado por el propio Dolan, debe ir a estudiar a Boston y abandonar el hogar familiar en Canadá), quiere disfrazar su anacrónico melodrama (la dificultad de salir del armario en un contexto social determinado, que convierte el filme en un sucedáneo indie de Brokeback Mountain) de una frescura formal que quiere darnos gato por liebre. Todo suena a viejo en la película, como si se hubiera hecho hace veinte años, y ni las aceleraciones y ralentizados de imagen, ni los montajes musicales, ni la energía del retrato de un grupo de veinteañeros puede arrancar las telas de araña que cuelgan en las esquinas de cada plano.