Ha querido presentar Tarantino su última obra maestra cuando se cumplen 25 años de la concesión de la Palma de Oro por Pulp Fiction. Mucho ha llovido desde los abucheos de cierto sector de la prensa por entonces a los tibios aplausos que arrancó ayer Érase una vez… en Hollywood en su estreno mundial. La perplejidad se mantiene en todo caso, y sobre todo el gozo de experimentar la energía codificada de una forma de cine en plena sintonía con las fuentes de las que se alimenta. La buena noticia es que Érase una vez en… Hollywood no es la película–pastiche con retales de Sergio Leone en torno al Hollywood (y la América) que murió violentamente con los asesinatos del satánico Charles Manson, sino el resultado de la plenitud obsesiva de un autor superdotado para la creación de iconografías, personajes, ambientes y narrativas sorprendentes, en perpetua tensión con el cine del pretérito. Si a partir de Malditos bastardos la filmografía de Tarantino añadió a su ecuación cinefílica el elemento histórico, su nuevo trabajo también combina la radical fabulación con el empleo de contextos y textos históricos que quiere transformar en utopía, retorciendo aún más la demencia que rodea la masacre del 8 de agosto de 1969.
La historia y los acontecimientos de aquel decisivo año en Hollywood le interesan a Tarantino como metáfora y archivista de imágenes, es decir, como elementos de subversión y juego. En la primera de sus casi tres horas, mientras entramos en las vidas, tensiones y rutinas laborales del actor estrella Richard Danton (Leo DiCaprio) y su doble y asistente Cliff Booth (Brad Pitt), el filme amalgama formatos de imagen, texturas y recreaciones audiovisuales casi como si sampleara los códigos que morían y nacían en el imperio de los seriales televisivos y el cine hecho con materiales de derribo. Son las "historias del cine" que han enfebrecido a Tarantino. Filma así el rodaje de un wéstern componiendo brillantes puestas en escena, de modo que el cine dentro del cine no hace distinción entre vida y fabulación. Los personajes ficticios, entre ellos un productor interpretado por Al Pacino que ya piensa en hacer westerns italianos, conviven con figuras como Sharon Tate, Roman Polanski o Steve McQueen, que nunca terminan de funcionar como verdaderos personajes. El núcleo y la base de toda la narrativa es la relación hawksiana, de admiración, camaradería y dependencia, que mantienen Danton y Booth, interpretados ambos con drama y giro irónico por dos grandes estrellas en absoluta plenitud (lo de Brad Pitt es de otro lugar). Nunca el diseño de producción, la creación de ambientes históricos, fue tan importante para Tarantino, que convierte un coche, una sala de cine, una mansión, un estudio o una calle en los verdaderos protagonistas de sus escenas.
Obligados a ser muy escrupuloso con aquello que se dice y no se dice sobre el argumento del filme (Tarantino escribió unas palabras para ser leídas antes del pase pidiendo la colaboración de la prensa al respecto), diremos en definitiva que estamos frente a una obra mayor, quizá definitiva, en el corpus fílmico del autor de Reservoir Dogs.En las dos primeras horas acompañamos a los personajes protagonistas bajo la aparente inexistencia de una trama mayor que los empuja, componiendo un tapiz de época y torrenciales tributos (el de Bruce Lee es antológico), tanto fílmicos como musicales (la BSO es absolutamente explosiva), que avanza hacia la impactante catarsis final donde todo se lo juega. El derroche de cinefagia es una vez más el principio y final de su periplo, donde cabe hasta una cita a Joaquín Romero Marchent, para mostrarnos la muerte de algo y el nacimiento de un nuevo cine en el que los hippies tomaron Hollywood y redefinieron su estatus cultural y el modo en que la violencia era representada en la pantalla. Como emblema posmoderno, no es nada nuevo que Tarantino se limite a hablar de los hombres y de su tiempo a través del cine que han hecho, pero es que esta vez no se abisma en la autocomplacencia del pastiche (como ocurría en sus dos westerns precedentes) sino que nos recuerda por qué, 25 años después de Pulp Fiction, sigue siendo el autor más genial, salvaje y sorprendente de su generación. Tenía que contar este cuento de Hollywood y lo ha hecho del mejor modo posible.
El joven Ahmed, de los hermanos Dardenne
Lejos queda también el año en que los hermanos Dardenne revolucionaron las formas y ambiciones del drama social con Rosetta, galardonada con la primera Palma de Oro de las dos que poseen los hermanos belgas. Con El joven Ahmed regresan a La Croisette en competición a por la tercera, si bien su discurso formal y ético, que apenas ha variado en veinte años (se ha ido estilizando un poco y dando más lustre a los códigos genéricos), sigue siendo el mismo con el que conquistaron el rigor que siempre acompaña a sus propuestas, en las que invariablemente colocan a sus personajes en un dilema moral irresoluble. Con los Dardenne es fácil ya ser previsible y su nuevo trabajo no es una excepción. En la superficie es la crónica en escalada del lavado de cerebro de un joven musulmán que desarrolla convicciones yihadistas, en el subtexto es un relato extremo sobre la pérdida de la inocencia.
Ahmed (Idin Ber Addi) tiene trece años y su imam Youssouf (Othmane Moumen) le estimula para abrazar un fanatismo religioso que pronto tendrá graves consecuencias cuando decide atacar a su bienintencionada profesora (Myriem Akheddiou) con un arma blanca. Obsesionado con las abluciones y las plegarias del Corán, su familia y amigos no comparten tal devoción. La cámara sigue en todo momento a Ahmed a medida que la incertidumbre se apodera de él en su determinación de dar pruebas de su fe. El principal problema del filme es que la precisión de gestos que caracterizan los retratos de la marginalidad en el cine de los autores de El hijo se ve aquejada aquí por una perspectiva de trazo grueso, urgente y fría, que afortunadamente no deviene en sentimentalismo, pero tampoco logra atraer la implicación psicológica y emocional del público con la ansiedad que a todas luces padece el pequeño protagonista. La relación de Ahmed con una adolescente en el centro de detención en el que transcurre el grueso del relato aporta algunos momentos brillantes al drama, si bien el conjunto se resiente de un automatismo narrativo y sobre todo formal que ya parece convertir cualquier proyecto de los Dardenne en un lugar mil veces visitado.
Frankie, de Ira Sachs
La originalidad en la propuesta de Ira Sachs es mayor. Frankie es un drama familiar con la figura de Isabelle Huppert como centro de confluencias. Interpreta a una actriz de relieve internacional que pasa unas vacaciones con sus dos hijos, de distintos matrimonios, en Sintra. La belleza del marco geográfico portugués ocupa un gran protagonismo en el desarrollo del drama, hasta un plano crepuscular de despedida que destila la belleza y melancolía final del filme, con ecos de Kiarostami. La estructura del relato plantea diversas conversaciones entre dos personajes con una elegancia y delicadeza insólitas, sin subrayar los dramas sumergidos y los secretos de los miembros de la familia, todos ellos pasando por momentos de transición existencial y sentimental que tratarán de resolver durante este cuento de verano que, no en vano, encuentra en Eric Rohmer un claro referente.
Es admirable el modo en que las historias fluyen sin grandes gestos, la humanidad que destilan los personajes, la inteligencia con que las escenas avanzan en el diagnóstico sentimental de las tramas. El autor de Keep the Lights On abandona su paradero natural en Nueva York por una manifiesta exploración turística en el extranjero, pero arma un heterogéneo y sorprendente reparto que hace convivir los registros interpretativos de Marisa Tomei, Brendan Gleeson, Greg Kinnear o Jérémie Reiner. Hay algo muy difícil de conseguir plasmar en un guion y, aún más, en la pantalla, y esto es el pálpito y ritmo de vida, en el que las emociones profundas de los personajes van tomando cuerpo con aparente indiferencia a la creación del drama, pero la delicada maestría de Sachs para bascular entre los largos diálogos y los largos silencios genera un ritmo de comprensión del relato que hace pensar en Renoir, Oliveira y Ozu al mismo tiempo. La grandeza y la belleza de la película radican precisamente en su humildad y su inteligencia.