Pocas profesiones están tan mitificadas como la de corresponsal de guerra. Hace poco veíamos un extraordinario documental de Hernán Zin, Morir para contar, en el que nos contaba la experiencia de diversos periodistas de guerra españoles en un claro homenaje a la profesión. A pesar de barbaries como la inacabable guerra de Siria, hoy vivimos en un mundo mucho menos violento que nunca como sostiene, con datos, Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro (Paidós). A nadie debe arrogarse todo el mérito del notable avance del mundo en derechos humanos pero no cabe duda que la valentía de los reporteros bélicos ha contribuido a ello. Para nadie es lo mismo lanzar bombas y sufrir bajas humanas cuando los caídos se convierten en meros nombres y las víctimas en borrosas cifras. Las imágenes, las historias y el coraje de estos periodistas han contribuido a hacer un mundo mejor.
Es convincente, por tanto, que el cine británico homenajee a una de las heroínas de la profesión, la neoyorquina de nacimiento pero británica de adopción Marie Colvin (1956-2012), quien se convirtió en la voz más respetada de la prensa inglesa gracias a sus brillantes reportajes. No deja de ser curioso que mientras los reporteros entrevistados por Zin dicen que no solo sienten miedo sino que el miedo es necesario para ponerse límites, la aguerrida Colvin diga que ella solo piensa en eso cuando regresa a casa. Mujer de una valentía casi suicida, el filme retrata su trabajo en conflictos bélicos que han marcado la historia reciente como la guerra de los tamiles en Sri Lanka de 2001, donde perdió un ojo que hizo que fuera con un característico parche por la vida, las dos guerras de Irak de Bush padre e hijo, o el conflicto en Libia, siendo la primera periodista occidental que lo entrevistó, en 1986, y casi la última porque allí estuvo cuando cayó en 2011. Ella misma decía que los buenos reporteros no llegaban a viejos y murió en 2012, en Homs, durante el asedio de El-Assad a la desdichada ciudad siria.
La trayectoria de Colvin llega al cine de la mano del director de documentales Matthew Heineman en La corresponsal, una película sobria en la que vemos su apasionante trayectoria profesional pero también conocemos al personaje de la mano de Rosamund Pike, que se entrega absolutamente. Colvin tuvo que lidiar con una personalidad propia complicada y un galopante síndrome de estrés post-traumático que la hacía tener pesadillas con una niña palestina a la que había visto desangrarse hasta morir abrazada a sus padres. Entre los muchos horrores que vio y documentó, fue la espantosa muerte de esa niña la que dejó una herida imborrable en la periodista.
Conocemos también sus amores con un rico financiero o su tirante relación con el director del periódico. Pero sobre todo vemos algo más importante, una lección de periodismo. Colvin creía que su trabajo no consistía en criticar a los Bush o hacer tesis sobre el imperialismo sino en contar la verdad de las víctimas. A ellas se acercaba sin apriorismos políticos para centrarse en sus historias y en su tragedia. Los palestinos no eran "palestinos" ni los israelíes "judíos", eran personas en una circunstancia porque nadie es una categoría. Colvin no quería dar lecciones de purismo político a nadie, "simplemente" tender puentes entre personas de lugares muy distintos para que todos viéramos que la muerte de un hijo, un padre o la propia duele lo mismo sea uno de donde sea o tenga la ideología que tenga.