En un tiempo en el que los realizadores de televisión y directores de cine no eran tan conocidos como ahora, Narciso Ibáñez Serrador “Chicho” se convirtió en uno de los personajes más populares de nuestro país gracias a su prolífico talento y su capacidad comunicativa que le llevó a ser el hacedor y el rostro a la vez de una revolución modernizadora. Los más veteranos recordarán la manera en que sus Historias para no dormir, una serie de capítulos de una hora en los que adaptaba clásicos de la literatura de terror, marcaron los 60. Y los cuarentones nunca olvidarán Un, dos, tres… el popular concurso de TVE que reunía a 24 millones de personas delante de la tele. Esto era literalmente más de la mitad de un país con una población de 39 millones. Hace pocos meses, la Academia de cine le honraba con un Goya de Honor y en su regreso a la actualidad vimos a un señor mayor en silla de ruedas que aseguraba que quería volver a rodar.
Chicho nació y creció en Montevideo, hijo del actor Narciso Ibáñez Menta, al que contrató para muchas de sus producciones, y dio sus primeros pasos como realizador de televisión en Buenos Aires. Llegó a España a los 28 años y rápidamente se convirtió en una figura imprescindible en TVE. Ibáñez Serrador, o Luis Peñafiel como le gustaba firmar sus muchos guiones, tenía dos cualidades que le hacían perfecto para la televisión: la rapidez y la capacidad de trabajo sumada a la vocación popular. Fue un hombre culto y leído pero también un artista con la voluntad de conectar con la masa e incluso en el Un, dos, tres..., con sus programas monográficos dedicados a la antigua Grecia o a la moda, trataban de introducir elementos literarios y culturales al gran público. En sus producciones de ficción, era una televisión más imbricada con la tradición teatral y literaria española, lo cual en parte le daba más calidad, pero también un cierto aire teatral que contrasta con los looks hipermodernos de hoy.
Inspirado en el “Hitchcock presenta”, un programa de la televisión estadounidense en el que el maestro del suspense introducía historias truculentas, Ibáñez Serrador aterrorizó a España con sus pequeñas películas. El decía que lo que da más miedo “es lo que no se ve” y que el terror consolaba a los españoles en tiempos duros como los del franquismo porque siempre consuela saber que hay quien lo pasa peor que uno. Su producción más exitosa, El asfalto (1964), protagonizada por su padre, era una adaptación de un relato del escritor de ciencia ficción Carlos Buiza. Con unos decorados que recuerdan el mundo surrealista de Jacques Tati, Ibáñez Serrador también nos propone una reflexión sobre la deshumanización de nuestra sociedad a partir de la figura de un viejo que se queda atrapado en un asfalto ardiente. Allí vemos otro de sus clásicos, la figura del niño como personaje inquietante que explotaría en su éxito cinematográfico ¿Quién puede matara un niño? (1969).
Contaba el propio Chicho fue un niño tímido y solitario y que fue la lectura la que lo salvó de la tristeza. Su autor favorito era Edgar Allan Poe y al estilo de Roger Corman, Ibáñez Serrador se sentía cómodo en ese mundo gótico y fantasmagórico del autor estadounidense. De esta manera, en la presentación de una de sus historias para no dormir, El tonel (1966), basada en un cuento de Poe, Serrador habla en estos términos del autor: “La máxima estrella del género terrorífico es sin duda alguna Edgar Allan Poe. Es un gran clásico, un genio, un poeta, un creador. Si ha habido un escritor que robó el sueño a sus lectores ese fue Poe”. Explica después en esa presentación Ibáñez Serrador que la principal dificultad de esa adaptación era su “elevado coste” y que para poder poner en marcha la producción había renunciado tanto él como sus ayudantes a sus sueldos. En general, las carismáticas presentaciones de Chicho sorprenden por sus sorprendentes revelaciones personales. Antes de otro capítulo de la serie, El pacto (1966), otra adaptación de Poe con su padre como protagonista, nos informa de que lo más probable es que en breve se acabe la serie ya que su gran impacto ha hecho que le lluevan las ofertas internacionales. Chicho volvería a adaptar al autor americano varias veces más como en El cuervo (1968), El caso del señor Valdemar (1982) o El trapero (1982).
A Chicho Ibáñez Serrador, hombre que siempre antepuso complacer al público a cualquier otra condición, no le gustaba la televisión actual que consideraba “vulgar”. Bajo los parámetros actuales, las mini películas de Chicho sorprenden por una parte por sus hallazgos y elementos vanguardistas -era un maestro a la hora de crear terror utilizando los efectos de sonido-, pero al mismo tiempo asombra la “lentitud” de esas producciones. Al contrario que hoy, los actores de Ibáñez Serrador hablaban con una dicción perfecta, solían ser hombres maduros y con frecuencia tenían discusiones sobre ciencia y filosofía. Porque fue un gran director pero también un gran lector que supo acercar al público español a otros autores anglosajones de primera fila como Ray Bradbury (La bodega, La sonrisa) o Fredric Brown (El cumpleaños).
Con ese pseudónimo de Luis Peñafiel, Ibáñez inventó muchas de sus propias historias. Historias de terror en las que le gustaba recrearse en los personajes y las situaciones antes de que comenzaran los sustos. En Freddy (1982), por ejemplo, uno de los últimos capítulos de Historias para no dormir que dirigió no hay un asesinato hasta la media hora en un telefilme de hora y media. Y le da la oportunidad a su padre, Ibáñez Menta, de lucirse con un personaje de sátiro italiano. Es en los filmes de miedo en los que Ibáñez Serrador, hombre aficionado a la ironía y el sarcasmo, suele utilizar un humor un tanto agrio en la estela de Azcona y Fernán Gómez. En esa compañía de teatro que protagoniza Freddy, una de las actrices dice lacónica: “Lo primero que suele volar es el sentimiento de camaradería”.
Ibáñez Serrador “creó” como se dice ahora y dirigió más series. Como Mañana puede ser verdad, a principios de los 60, predecesora de las Historias para no dormir en la que se acercaba al mundo de la ciencia ficción de la mano de Ray Bradbury o escritores argentinos Mann Rubin. Fue gracias al éxito de uno de esos episodios, Los bulbos, que Chicho convenció a TVE para que lo contrataran y rodó sendas versiones, una dirigida por su padre con él como protagonista y otra con los mismos papeles intercambiados. El teatro fue otro de sus dominios y en los 60 también destacó por su valor al frente de Estudio 3, una serie de mini películas sin conexión entre sí rodadas en Prado del Rey que fueron la plataforma para que jóvenes autores en la época como Umbral o Alfredo Baño se asomaran a la ficción profesional. El propio Chicho escribió muchos de esos telefilmes en los que reincidía en el terror pero también tocaba el drama y la comedia.
Solo dirigió dos películas para el cine. La primera, La residencia (1969), es una clásica película de terror ambientada en una residencia para señoritas del siglo XIX en la que se establecen sádicas relaciones de poder entre las reclusas hasta que comienzan los asesinatos. Su gran éxito, no tanto de público en su momento como de crítica, fue ¿Quién puede matar a un niño?), una asfixiante película de terror sobre una pareja de ingleses encerrados en una isla en la que son atacados por niños asesinos. La dificultad para defenderse, por reparos morales, es la debilidad de unos protagonistas que viven la que parece la peor de las pesadillas. Al realizador no se le escapaba el subtexto de una historia con tintes subversivos y sin duda se sentía en parte reconocido con esos niños que se negaban a crecer y formar parte del mundo de los adultos.
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