Pocos directores argentinos y no argentinos han alcanzado tanto éxito entre el público español como Juan José Campanella (Buenos Aires, 1959), autor de películas como El hijo de la novia (2001) o El secreto de sus ojos (2009), ganadora del Oscar a la mejor producción extranjera que fue su consagración. Después de una película de animación como Futbolín (2013) y varios trabajos para la televisión argentina, el cineasta regresa a la ficción con El cuento de las comadrejas, remake de un filme de 1976 dirigido y escrito por José A. Martínez Suárez que cuenta la historia de cuatro ancianos que viven recluidos en una casona y son amenazados por unos despiadados agentes inmobiliarios.
Ellos son Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock, respectivamente antiguo brillante director de cine, actor sin talento y guionista de gran éxito en tiempos pretéritos. Tres hombres que viven como si hubieran vuelto a la adolescencia entre partidas de billar y conversaciones ingeniosas a los que se opone la señora de la casa, Mara (Graciela Borges), una actriz que fue la máxima estrella del cine argentino y vive retirada añorando sus mejores horas. En bronca perpetua, la disgustada estrella ve una oportunidad de huir de un ambiente en el que se siente oprimida cuando aparecen dos agentes inmobiliarios (Nicolás Francella y Clara Lago) que se presentan como grandes fans suyos y le proponen vender la casa y los terrenos. Ante una amenaza a su estilo de vida, los tres viejos se confabulan para hacer entrar en razón a su benefactora y quitarse de encima a los intrusos.
La protagonista del filme, esa Mara no tan pasada de tuercas como la Norma Desmond de Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (1950), malvive atacada dialécticamente por los tres hombres (uno de ellos, Brandoni, el actor, su marido) y harta de una vida que no le gusta. En la desidia, la aparición de los jóvenes y glamurosos agentes que le dedican toda clase de piropos supone un revulsivo: "Sin duda es especialmente fácil engañar a un artista. Especialmente si el engaño implica hablar bien de él. Los artistas tienden a creerse cosas increíbles de sí mismos, no hay límites. Lo que pasa es que ese ego al mismo tiempo es una condición casi sine qua non para que te vaya bien en este trabajo. Uno tiene que tener una creencia inhumana en sí mismo. Es muy difícil hacer una primera película y, si la primera no funciona, la segunda todavía es más difícil con lo cual hay que tener una fe en uno mismo que bordea el egocentrismo. Lo virtuoso sería tener fe en el potencial de uno pero poder escuchar la crítica para mejorarlo. Es un negocio en el que mucha gente se satisface en tu fracaso y te lo hace notar, a veces públicamente. Y cuando sale impreso es un golpe muy fuerte. Para sobrevivir a eso se necesita un ego de proporciones tremendas". Queda claro que la empatía del director con las debilidades de sus personajes es evidente.
El cuento de las comadrejas, como su propio título ya parece indicar, es una película con moraleja y aunque los buenos no son tan buenos los malos sí son muy malos. Según Campanella: "Son cuatro personas que han compartido una vida. Los tres hombres con algún tipo de resentimiento pero se llevan bastante bien. Con ella hay una tensión de insultos muy ingenioso. Es un duelo que disfrutan, a ver quién es el que da la mejor réplica. La cuestión es humillar no tanto con el insulto como con el ingenio. Cuando el otro ya no sabe qué contestar entonces uno ganó. Es en esta tensión donde aparecen estas comadrejas, estos jóvenes, a altear esta realidad y paradójicamente, sin intentarlo, ponen todo en orden".
La película es un homenaje al cine y al poder de las imágenes a través de la mirada de Graciela Borges pero también un retrato de la crueldad de un mundo del espectáculo en el que una estrella de su categoría es olvidada por las nuevas generaciones. Campanella distingue entre la memoria de los cinéfilos y la de una prensa que trata a las estrellas de cine como carnaza: "La revista o el periodismo de espectáculos tiene que crear una estrella para que la gente lo consuma y después deben crear los problemas para esa propia estrella aunque en realidad es su propia película. Construyen un personaje, un pobre tipo de la vida real al que hacen pensar que es una estrella, después le crean problemas y los comienzan a exagerar hasta terminar destruyéndole el ego y la autoestima. Cuando eso ocurre pasan de él y buscan a otro personaje. Insisto, esto es el periodismo del corazón, como se llama en España, o de espectáculos. Pero este proceso que antes estaba validado por una carrera en cine de 20 años ahora se ha reducido a un año. El caso de Mara era el de una verdadera estrella de cine. Tenía un talento, una apariencia y una belleza. El público se olvidó de ella. Y ella además de extrañar el aplauso y la adoración también extraña la juventud. Todos podemos empatizar con ese personaje. Para alguien que vivió de su belleza es más duro perderla. Los que hemos tenido suerte de no ser bellos tenemos la suerte de no extrañarla. El caso de Mara no es un caso de locura, es un caso de querer vivir. Hasta el embaucador tiene que jugar bastante sobre su ego para que ella crea que sigue siendo una gran estrella".
Junto a Mara, o más bien contra ella, esos viejecitos no tan encantadores que la tienen martirizada con su afilada lengua, se conjuran para que las "comadrejas" no alteren su plácida vida. Explica Campanella: "A mí me pasa con el resentimiento lo que dice el personaje de Oscar Martínez cuando le hablan de él: '¿Estancado por el resentimiento? ¡Es lo que más me motiva!'. Muchas veces uno se mueve porque lo azuzan, se mueve porque lo provocan, lo disminuyen y lo que quiere es demostrar que los otros se equivocan. A eso se refiere. El tener que probar algo es un motor mucho más poderoso que el halago. A mí me ha pasado tener que demostrarme algo a mí mismo o a los demás y hacer las cosas por eso. Es mucho más estimulante que ganar un premio, que lo ganas y te vas a dormir". Un espíritu mordaz que se refleja en un final insospechado y enloquecido: "Se da esa paradoja de que si bien es un final inesperado de humor negro pero la gente termina aplaudiendo. Creo que estamos bastante hartos de la corrección política y el público agradece que te la saltes".
A Campanella le gusta citar el cine de Ernst Lubitsch como inspiración de la película. Un cineasta del que admira "esos diálogos en los que vemos a gente inteligente. Si se insultan lo hacen de manera inteligente y si se tienen que declarar amor, también. Inteligente y elegante a la vez, nunca es vulgar. Se requiere un cierto nivel para apreciar la ironía. Hemos tratado de rescatarlo con esta película". En la conversación surge otro clásico de la comedia ácida como El hombre que vino a cenar (William Keighley, 1942), en la que veíamos a un escritor que se recupera de un accidente en silla de ruedas hacerle la vida imposible a un matrimonio de provincias con su lengua viperina. "El insulto gracioso es un subgénero del humor -opina Campanella-, yo con mis grandes amigos, con Fernando Blanco o Fernando Castets, es un festival de insultos. Jugamos a ver quién se insulta más al otro de manera más graciosa. La palabra es ingenioso. Obviamente que en la vida real no se juntan cuatro personas y son máquinas de disparar un gag detrás del otro pero en las películas es fantástico".