El mundo de los indígenas brasileños nos resulta tan desconocido como intrigante y seductor en El canto de la selva, película dirigida por los portugueses João Salaviza y Renée Nader Messora. El filme nos conduce hacia una comunidad del Amazonas en la que conviven las tradiciones más atávicas con una modernidad marcada por el destrozo ambiental. El protagonista es Ihjac (Henrique Ihjac Krahô), un joven indígena en plena crisis espiritual después de que, cual Hamlet, se le aparezca el espectro de su padre pidiéndole que proceda con el banquete funerario para que pueda descansar en paz.
Atormentado por esas presencias y su capacidad para conectar con lo sobrenatural, Ihjac se rebela contra su destino como chamán huyendo a una pequeña ciudad cercana en la que verá de primera mano el muro de incomprensión entre los suyos y los descendientes de europeos. Rodada con actores no profesionales que se interpretan a sí mismos, João Salaviza y Renée Nader Messora nos explican por qué para los krahô su cultura es un arma de seducción, la forma en que confluyen su mirada occidental con la de los indígenas o los retos de filmar la alteridad manteniendo al mismo tiempo la honestidad y el respeto por los sujetos filmados.
Pregunta. ¿Cómo fue ese proceso de rodaje en el que convivieron durante varios meses con los krahô?
Joao Silva. La cuestión cinematográfica de esta película no puede ser separada de la producción. La rodamos con 16 milímetros durante nueve meses sin equipo. Nos ayudó un amigo, Víctor Renée, que no proviene del cine sino que es antropólogo y hacía el sonido. Había otro chico amigo del protagonista que era un ayudante para todo. No había una estructura de cine convencional. La puesta en escena parte de la idea de no buscar solamente una mirada analítica sobre una cultura distinta a la nuestra sino de la posibilidad del cine como una traducción cinematográfica de una mirada ajena. El cine puede ser un territorio donde se sobreponen dos discursos que son tanto una manera de mirar como de existir, que son tan distintas. Nuestra mirada occidental cristiana, aunque no seamos practicantes, está en nuestra cultura, contra la suya que es animista, muy abierta a la espiritualidad, un mundo que para nosotros es sobrenatural y que para ellos está mucho más presente. Es este mundo de los espíritus el que está en un plano continuo. La puesta en escena no es tanto una respuesta a deseos cinematográficos como buscar un nuevo lugar. Nunca nos olvidamos de que somos blancos europeos filmando otro lugar.
Renée Nader Messora. Filmar la alteridad supone un proceso más colaborativo de partida porque uno no conoce profundamente esa cultura, por más que lleves varios años trabajando en la comunidad haciendo proyectos y conviviendo con ellos. Siento que necesito mucho más que su presencia para dar cuerpo a mi imagen. Yo creo que en definitiva termina por ser un proceso bastante más colaborativo que si yo filmara una chica en Sao Paulo en un contexto que domino. Hay un montón de códigos en los indígenas que no termino de percibir pero quiero que estén. Eso hace necesario que ellos estén mucho más atentos de mí. Además, como no hablamos su lengua hace que tenga que haber una confianza muy grande y una comprensión de la propuesta.
P. Paradójicamente vemos en Occidente un auge de las terapias “alternativas” de inspiración espiritual. ¿Estamos tan lejos de ese mundo mágico de los espíritus de los krahô?
J. S. Históricamente Occidente se alejó del pensamiento mítico y después del religioso con la entrada del racionalismo y el pensamiento científico. Eso marca nuestra forma de relacionarnos con las cosas. Para los krahô el pensamiento mítico está más presente. Sin embargo, cuando uno ve una película de Disney o de Harry Potter y se emociona creo que es porque estas películas convocan elementos de nuestra mitología que están como escondidos dentro de cajas. El cine las evoca. Las tragedias griegas se repiten eternamente en nuestras películas, incluso en la nuestra con este viaje que va y vuelve. Esta sensación de universalidad de El canto de la selva tiene que ver con que nuestra mirada está en la película aunque haya un esfuerzo por introducir la de los krahô, su manera de contar historias y su tiempo. Nuestra tradición narrativa y ontológica está allí, en conflicto permanente. Hay un deseo de filmar su intimidad. Hay mucho cine con pueblos no indígenas u occidentales donde hay una tendencia antropológica o científica de filmarlos como una totalidad homogénea. Se filma a la gente como si fueran cebras en un documental de National Geographic. Muchas de estas películas fueron para la tele pero no sobrevivieron. Nosotros buscamos la intimidad, filmar la individualidad del mercado. Hay un juego de empatía que es construido.
R. N. M. Creo que la empatía a la hora de hacer esta película tiene que ver con el hecho de que hay un protagonista del cual estamos muy enamorados y de la necesidad que tenemos de ir atrás de él. En el imaginario occidental seguimos con esa idea del “buen salvaje”. Todavía es un indígena que jamás se ha actualizado. Seguimos generando un choque al mostrar un krahô que juega a videojuegos y se pinta las uñas. La mayoría del público se sorprende con eso. Ya no es ese ser mitológico que vive en la selva y caza animales para comer. Esa idea de la empatía es muy revolucionaria porque cuando esas formas de vivir están tan amenazadas, la capacidad del filme para que el público se identifique se convierte en un arma muy poderosa.
J. S. Las formas de luchas que los pueblos originarios definieron en determinados contextos son muy distintas. Los krahô en particular tienen la capacidad de seducción cultural. Hay pueblos en la Amazonia que son guerreros, que son bélicos y hasta hace muy poco no aceptaron ningún tipo de contacto con los blancos. Los krahô entendieron muy temprano, desde el mismo siglo XVIII cuando empieza el contacto, que una forma de lucha no solo es con armas, es con la seducción cultural. Uno entra en una aldea krahô y lo primero es que ganas un nombre. Con este nombre ganas una familia y con esta familia ganas una red de relaciones que puede ser muy compleja y puede ser para siempre dependiendo de la relación que quieras construir con ellos. Nosotros muy probablemente en cincuenta años seguiremos viajando a la aldea. Y pensamos también que la película puede participar en este proceso de seducción cultural. Nos gusta pensar que un ciudadano de Sao Paulo que cree que los indígenas siguen en el siglo XIX como si estuviéramos en períodos históricos distintos entenderá que es absurdo. Es una carencia epistemológica nuestra.
P. Saben mucho más ellos de nosotros que nosotros de ellos. ¿Es una fuerza que tienen de la que no somos conscientes?
J. S. El encuentro para ellos no fue una opción, para nosotros sí. Incluso en la mitología y la música krahô está muy presente el mito del hombre blanco. En algún momento es una respuesta colectiva filosófica que habla de una posibilidad de entendimiento. El mito del hombre blanco es una suerte de antropología diversa. Explica esta dualidad. Te trae herramienta y hierro y te da tecnología pero al mismo tiempo te quiere matar. Trabaja filosóficamente esta dualidad. Ellos nos miran también, nos conocen también.
P. Es un personaje muy clásico. ¿Querían contar una historia de iniciación universal?
R. N. M. Hay un elemento en la película que hace que sea más complejo y es que el chamán es el que domina la vida y la muerte. Es un tipo que te puede curar pero también te puede matar. Ahí entramos en un lugar un poco más complejo, el del superhéroe. En estas comunidades el chamán es muy respetado pero también muy temido. Con frecuencia son víctimas de asesinato. El protagonista cuestiona ese lugar no tanto por razones filosóficas o profundas como porque existe esa posibilidad de morir. Es un personaje que vive en un limbo entre el mundo de los blancos que está allí a la vuelta. Él está lidiando con el mundo de los espíritus, de la muerte, en este lugar entre la adultez y la infancia. Si bien ejerce ya un rol de hombre en la comunidad tiene cosas de adolescente, como su afición a los videojuegos. Ese lugar del chamán tiene también que ver con ese limbo en el que se plantea su identidad cultural y su lugar en la comunidad.
J. S. Vemos un proceso muy íntimo. La sociedad krahô es muy sólida. Hay un complejo sistema de detalles que revelan cómo se estructura económicamente. Y del proceso de transformarse en chamán surge una disidencia de la comunidad. El chamán crea la estabilidad comunitaria. El sufrimiento del chamán crea conflictos. La familia que los tiene con la familia de este niño puede pensar que al crecer tendrá la capacidad de hechizarlos. Al mismo tiempo hoy se produce este tránsito entre la aldea y la ciudad que hace que surjan nuevas problemáticas que para nosotros era muy importante que salieran en la película. Nos preguntan mucho si es incompatible ser chamán con ir a un hospital. No hay una incompatibilidad entre estos dos mundos. Hay una incorporación de elementos ajenos a su cultura que no la desestabilizan. Un krahô no te va a decir que no quiere tomar un medicamento para curarse una gripe entre otras cosas porque es una enfermedad de los blancos. Quizá el chamán no puede curar la gripe. Es muy interesante cómo se incorporan todos estos elementos.
P. ¿Fue La trilogía de Apu, de Satyajit Ray una influencia?
R. N. M. Yo no la he visto.
J. S. No es una influencia. Hablamos mucho de Kiarostami. Es quizá el director que más tuvimos en cuenta porque compartimos el amor por sus películas aunque no creo que esa influencia sea evidente.