El director Miguel Ferrari (Caracas, 1963) ganó atención en nuestro país cuando su penúltima película, Azul y no tan rosa (2012), ganó el Goya a la mejor producción iberoamericana. En su juventud de los años 90, Ferrari fue actor de telenovelas venezolanas, un género en sí mismo de notable repercusión mundial, con títulos como Las dos Dianas o Reina de Corazones. Como director, Ferrari se ha dedicado, tanto en aquella premiada película como en esta nueva, La noche de las dos lunas, a traducir algunos de los rasgos distintivos de la soap opera latinoamericana al cine. Hay verdad en todas las mentiras, incluido en este tipo de productos, por lo general denostados, de los que Ferrari reivindica, como de los boleros, su capacidad para expresar verdades aunque sea de manera tosca y sin ningún refinamiento, es cierto, atacando lo "importante" sin circunloquios ni atajos intelectuales.
De esta manera, Ferrari se mueve, por una parte, en el terreno del melodrama puro y, por la otra, en el de una narrativa complaciente con el espectador en la que los personajes son guapos y van bien vestidos y salen niños tiernos diciendo cosas duras. Ambientada en una Caracas de hoy que parece una postal, la película cuenta el dilema de Federica (Patriki Maduro), una ilustradora en la treintena que se queda embarazada por inseminación artificial de su mejor amigo gay (encantador e ingenioso) pero a la que por error le implantan el embrión y los espermatozoides de otra mujer, una famosa cantante casada con un apuesto editor con aspecto de caballero a la vieja usanza y que en el filme se llama Alonso Aragón, literalmente. En tiempos de gestación subrogada, un trasfondo que raramente se hace explícito pero es el verdadero asunto no desvelado de la historia, lo que se plantea es si el niño que Federica lleva en su vientre es suyo o de los donantes.
Es posible que sea cruel para los directores venezolanos esperar que solo puedan hacer cine social o político, lo cual no quita que esa Caracas que más bien parece Los Ángeles que vemos en la película no sea chocante en un momento tan convulso. Sin duda, para un cineasta como Ferrari, que se mueve en el mundo de los sentimientos y las relaciones de pareja, Venezuela no es buen país para ambientar sus historias y el hecho de que se hurte (salvo en dos momentos puntuales y de pasada) la espantosa situación del país hace pensar que habría hecho mejor en ambientar su película en España, su país de residencia, donde todo resultaría más verosímil.
Dicho esto, acostumbrados como estamos a películas digamos más austeras en lo emocional, el desparrame de Ferrari, que no se olvida de subir la música ni una sola vez que la cosa se pone intensa, al principio deja un tanto estupefacto, aunque también hay concederle al director la valentía de jugar su carta sentimental hasta el final. Hay momentos tan cursis que resultan ridículos, otros que de puro cursis son graciosos, momentos muy divertidos como la parodia de los culebrones que ve el personaje de María Barranco por la tele y algunos giros y soluciones demasiado televisivos que desvirtúan el conjunto. Excesiva en todo, a Ferrari cabe reprocharle que dos horas son demasiadas y que de vez en cuando no se sabe muy bien si está jugando con los códigos del culebrón (cuando resulta más interesante) o cayendo en sus mismos defectos. Hay que reconocerle que en un panorama de películas que muchas veces se parecen mucho, él no tiene freno.