Cámara de ecos
El Festival de San Sebastián rescata, de manera encorsetada y ortopédica, un pretérito añejo en Mientras dure la guerra y La trinchera infinita
23 septiembre, 2019 11:26Si casi siempre es verdad que las películas dialogan entre sí, un festival de cine es el ágora por excelencia en el que esa conversación se puede escuchar con mayor nitidez y también el foro en el que ese debate puede circular con más libertad. A la sazón, el primer fin de semana del certamen donostiarra se ha convertido en una resonante cámara de ecos cuyas paredes (es decir, pantallas) acogían un diálogo constante entre las imágenes que en ellas se proyectaban y otras muchas imágenes del presente y del pasado del cine.
El coloquio comenzó pronto. Ya en la inauguración de las Perlas, la Nouvelle Vague francesa y la película fundacional del cine moderno (A bout de souffle, de Jean-Luc Godard) resonaban con fuerza en las imágenes de Seberg (Benedict Andrews), el aplicado biopic de Jean Seberg, cuya reencarnación en la persona de la siempre espléndida Kristen Stewart rescataba para el icono de aquella vieja modernidad una subterránea contemporaneidad que vivifica la memoria y el recuerdo de una actriz cuya trayectoria fílmica habría de truncarse, trágicamente, cuando tenía solo 41 años.
Más sorprendentes resultaban los ecos de Viridiana (Luis Buñuel) y de Parásitos (Bong Joon Ho) que palpitaban bajo la trama y bajo la puesta en escena de Mano de obra (ya dentro de la sección oficial), ópera prima del mexicano David Zonana (colaborador de Michel Franco y Gabriel Ripstein en la productora Lucía Films), cuya propuesta esconde productivos vasos comunicantes con la poderosa metáfora del cineasta coreano sobre la lucha de clases y con el aguafuerte buñuelesco (no hace falta recordar las hondas raíces mexicanas del autor de Viridiana), en el que un grupo de mendigos tomaba esperpéntica posesión de la casa de los señores cuando estos se ausentaban.
Filmada prácticamente durante todo su metraje en rigurosos encuadres fijos (sin otras excepciones que tres o cuatro suaves y casi imperceptibles movimientos de cámara) y a base de un único plano por secuencia, la película se desarrolla mayoritariamente dentro de la mansión de un rico potentado a partir del momento en el que es ‘okupada’ por un grupo de parias y de los obreros que la construyeron. Y si el eco de la obra maestra del cineasta español puede resultar fácil de entender en términos culturales y políticos dentro de esta película mexicana protagonizada por los excluídos del sistema, la resonancia de la contemporánea película de Bong Joon Ho resulta mucho más sorprendente, pero aquí es precisamente donde atisbamos con mayor nitidez ese diálogo del que hablábamos al comienzo de esta crónica, que se produce entre dos películas de hoy en día, producidas casi al unísono en latitudes tan diferentes y tan alejadas entre sí como son México y Corea.
De manera no tan feliz, el eco de las primeras películas de Costa-Gavras (Z, Estado de sitio, Sección especial), obras paradigmáticas de una vieja concepción del cine político de los primeros años setenta, se escucha también en la nueva requisitoria, Adults in the Room (Comportarse como adultos), con la que su autor -siempre comprometido con los grandes temas históricos e ideológicos de su tiempo- aborda la crisis griega que estuvo a punto de sacar a su país del euro a partir del momento en el que se forma el primer gobierno de Alexis Tsipras, en el que Yannis Varufakis (el temperamental economista que ocupaba en él la cartera de economía, y cuyas memorias autobiográficas adapta la película) intenta salvaguardar la autonomía económica del país. Pero aquí ese eco es el que recupera la simpleza maniquea de aquellas antiguas películas para proponer una sátira de trazo grueso en la que todos los papeles están repartidos de antemano y resultan invariables a lo largo de todo su metraje: Varufakis es un activista honesto y defensor de los intereses de su pueblo, todos los políticos de la Unión Europea son malvados capitalistas sin escrúpulos y el mismísimo Tsipras es un traidor a la clase obrera griega, víctima del Fondo Monetario Internacional y del egoísmo de los países ricos.
Así, sin matices ni ambigüedades, sin mentar para nada la responsabilidad de la corrupción de los anteriores gobiernos griegos, sin distinguir entre unos países y otros, sin más inventiva visual que la que surge en los últimos cinco minutos de película, cuando Costa-Gavras se atreve a romper amarras con el plano desarrollo discursivo de las dos horas anteriores y escenifica una satírica y divertida coreografía de naturaleza explícitamente teatral que es, con mucho, lo mejor de toda la función.
La memoria o, más bien, la resurrección del cine historicista español de los años ochenta, puede explicar, a su vez, la formulación y la naturaleza de las dos películas españolas a las que el festival les ha otorgado, injustamente (dejando para mucho más adelante la única película española realmente importante de la competición: La hija de un ladrón, de Belén Funes), el privilegio de proyectarse en el codiciado primer fin de semana del certamen: Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, y La trinchera infinita, de Aitor Arregui, Jon Garaño y José María Goenaga. Dos películas explícitamente deudoras de un modelo caduco desde hace ya mucho tiempo: ese cine en el que la puesta en escena no es otra cosa que la ilustración más o menos pulcra (tal como los hegemónicos valores de producción entienden este concepto en la gran industria del cine español) de un guion cerrado y pautado según una plantilla dramatúrgica de manual y casi siempre bastante mecánica.
Por eso, en el fondo, no hay demasiada diferencia entre la reconstrucción de los días pasados por Miguel de Unamuno en la Salamanca que vive los primeros tiempos de la sublevación militar fascista del franquismo (en el film de Amenábar) y la crónica de la vida de un ‘topo’ recluido en el zulo de su casa desde el comienzo de la guerra civil ocasionada por aquel levantamiento militar hasta 1969, cuando la falaz ley de amnistía de la dictadura permitió la salida a la luz de algunas de las personas que habían permanecido ocultas desde la época de la contienda y de la sangrienta posguerra (en la realización de los cineastas vascos).
Ante una y otra película se tiene la sensación de estar, otra vez, ante el cine de Giménez Rico (El disputado voto del Sr. Cayo), de Antoni Ribas (La ciudad quemada), de Jaime Camino (Las largas vacaciones del 36) o de Fernando Fernán-Gómez (Las bicicletas son para el verano), como si treinta años después no hubiera pasado tanta y tanta agua bajo los moldes expresivos del cine actual, dejando al descubierto todas la costuras explicativas y didácticas de aquel modelo que pudo servir para el tiempo histórico en el que surgió, pero que hoy en día desvela con nitidez lo ortopédico de su concepción fílmica y narrativa.
Los ecos y retornos se extendían por todas las pantallas de Donostia este fin de semana. Se escuchaban también en las imágenes de la alemana Das Borspiel (The Audition), de Ina Weisse, bajo la que resuena con fuerza la influencia del Michael Haneke de La pianista. Disección implacable de una profesora de música en su inseguridad, pero también en su paranoia y en su fundamentalismo, la película se carga de tensión plano a plano a base de secuencias que se cortan siempre antes de que se precipite ninguna conclusión (en un exigente y depurado trabajo de contención narrativa y de depuración antipsicologista, en las antípodas de las obviedades explicativas y didácticas de las películas españolas). Aquí son las formas del filme las que generan esa tensión sin necesidad de diálogos connotativos ni de secuencias demostrativas, y el resultado es una perturbadora metáfora de esa vieja y venerable Europa que, en palabras del siempre sabio Javier Rueda, “sigue buscando la perfección de Bach mientras busca esconder todo su mal olor”.
Claro que si de diálogo hablamos, todas las ‘conversaciones’ que emprende al unísono y de manera tan chalada como divertida la película de James Franco (Zeroville) con innumerables referentes del cine norteamericano y con el conjunto de la historia del cine (desde Love Story hasta Apocalypse Now, desde Un lugar al sol de George Stevens hasta La pasión de Juana de Arco de Carl Th. Dreyer, desde el Easy Rider de Dennis Hopper hasta el Arrebato de Iván Zulueta, pasando por dos o tres decenas más de títulos), acaban por resultar inabarcables. Es lo que sucede dentro de un artefacto felizmente enfermo de cinefilia, tan descontrolado y por momentos inconexo (“Viva la discontinuidad”, grita su protagonista) como lúdico y extrovertido, tan enloquecido y caprichoso como a veces inventivo y punzante, lo que termina por colocar sobre la pantalla un diálogo a múltiples voces y en cientos de direcciones, no siempre disfrutable, pero sí capaz de generar las más inesperadas y psicotrónicas resonancias.
El cine se vuelve sobre sí mismo de manera incesante en este proteico festival de San Sebastián: unas veces para rescatar, de manera encorsetada y ortopédica, un pretérito añejo; otras, para dialogar de manera fructífera con el pasado y con el presente más vivo de la creación fílmica (nada hay más vivo que los Parásitos de Bong Joon Ho, ya próxima a estrenarse en nuestras pantallas), y en otras más para rendir homenaje y para jugar -como si fuera un niño travieso y gamberro (eso y no otra cosa es lo que hace James Franco en su película)- con los referentes y con las raíces que lo alimentan. Diálogos contemporáneos.