Pocos países en el mundo han sufrido una transformación tan brutal como China en las últimas décadas. De ser una nación inmensa, retrasada en lo económico y lo social, dominada por una dictadura comunista de aire orwelliano y mayoritariamente rural y pobre a convertirse en una sociedad moderna y rica donde florece una libertad impensable hace poco tiempo. Un cambio tan profundo y tan rápido que ha convertido pequeños pueblos de pescadores en megaurbes y a gentes sencillas que no habían salido de su provincia en millonarios cosmopolitas. Todo ello, como es sabido, sin cambiar el sistema político aunque sí haya suavizado sus formas. Lo vemos en todo su esplendor en Hasta siempre, hijo mío, ganadora al premio al mejor actor y actriz en la última Berlinale, dirigida por Wang Xiaoshuai (La bicicleta de Pekín), crónica de los últimos 40 años del país a través del matrimonio de una pareja de obreros marcados por la crueldad de la política del “hijo único”.
Confieso que el asunto de la muerte del hijo, el leitmotiv de esta película, me causa un cierto cansancio de entrada, por dos motivos, porque se ha explicado mucho y muy bien (la mejor es La habitación del hijo, de Nanni Moretti, de 2001) y porque también es una manera clara y efectiva de elevar el tono dramático. No hay nada más terrible que la muerte de un niño ni es imaginable un dolor más grande que el de sus desolados padres. En este caso, sin embargo, a lo largo de las tres horas que dura la película, Xiaoshuai logra que la tragedia que marca la vida de sus protagonistas adquiera verdadera consistencia dramática. Si la muerte de un hijo es un espanto venga uno de donde venga, lo es aún más en un país como China en el que durante largas décadas “en bien del pueblo” sus ciudadanos tenían prohibido tener más descendencia que un solo retoño.
A modo de Cuéntame, conocemos la China del final de la revolución cultural, la que aún encarcelaba a personas por sus costumbres “libertinas”, léase, occidentales, poco antes de que el país adoptara la cultura estadounidense sin complejos. Una nación en la que la vida estaba ordenada por una especie de ente totalitario, invisible y omnímodo como el que inventó el mismo Orwell en 1984 que lo regula y lo controla todo. Una realidad marcada por la pobreza y la propaganda constante en la que la pareja protagonista, ambos personas sencillas, encuentran un cierto consuelo en ver crecer a su hijo y su amistad con una pareja de vecinos, cuyo hijo pequeño es íntimo del suyo propio.
Muy bien interpretada por los galardonados Yong Mei y Wang Jiu-chun en la piel de ese matrimonio de personas sencillas y rotas por una tragedia inexplicable, a veces el director se esmera demasiado en contextualizar su historia en el transcurso de la “gran historia china” dejando ver de forma demasiado clara el esfuerzo por imbricar el drama íntimo de la pareja con los acontecimientos punteros que marcan las etapas de la transformación del país. Rodada de manera elegante con esos movimientos de cámara en diagonal y cierto pudor a la hora de reflejar los momentos de desoladora tristeza de sus protagonistas, Hasta siempre, hijo mío es una epopeya emocionante y emotiva en sus mejores momentos que ayuda a comprender la forma en que las naciones pueden experimentar desarrollos vertiginosos que las dejan irreconocibles en lo exterior y las formas mientras los mimbres que las sostienen y las hacen funcionar se transforman con mucha mayor lentitud.