El pasado mes de mayo, a su regreso del Festival de Cannes, Bong Joon-ho (Daegu, 1969) y su actor fetiche, Song Kang-ho –probablemente el rostro más reconocible y bonachón del cine Made in Corea–, fueron recibidos en olor de multitudes. La primera Palma de Oro coreana de la historia fue aclamada por una cinefilia entregada y con un inusitado despliegue de medios. No en vano, el cine surcoreano domina la cartelera de su país, con más de un 50 por ciento de la cuota de pantalla. Para Bong, una clave es que “en Corea tenemos muy pocas franquicias o remakes, si lo comparamos con el mercado americano. Casi todo son ideas originales del guionista y del director”.
Los números son elocuentes: en julio, más de 10 millones de coreanos ya habían visto Parásitos, que llegará a nuestras salas el 25 de octubre. La película también va camino de los próximos Óscar, con posibilidades que van más allá de la ahora llamada estatuilla a la Mejor Película Internacional. En contraste, cuando se anunció el de Cannes, algunos medios españoles se limitaron a celebrar el premio para Antonio Banderas, y a lamentar que Dolor y gloria se hubiera quedado sin la ansiada Palma de Oro, como si Bong Joon-ho fuese un desconocido por estos lares, y no valiese la pena ni mentarlo. Y sin embargo, Bong está muy lejos de resultarnos ajeno.
A excepción de su primer largo, una desconcertante comedia negra estrenada internacionalmente como Barking Dogs Never Bite (2000), el resto ha podido ser visto y celebrado en nuestro país por un creciente grupo de fans. Multipremiada en San Sebastián, la subsiguiente Memories of Murder (2003), crónica de la infructuosa caza de un asesino en serie, que marcó la primera colaboración del director con Song Kang-ho, llegó a estrenarse comercialmente, al igual que la entrañable ‘monster movie’ The Host (2004), su obra maestra.
Rodaje con Weinstein
Aunque vimos la no menos magnífica Mother (2009) directamente en DVD, luego llegaron dos grandes superproducciones internacionales de alcance global. Rompenieves (2013) fue lanzada a todo tren por el inefable Harvey Weinstein, personaje sobre el que Bong tiene poco que decir. “¡Nunca me tocó! –señala sarcástico–. Para mí, sólo era un tipo que aparecía de vez en cuando por la sala de montaje. Tuvimos alguna diferencia, pero al final accedió a que la película se estrenara tal y como yo quería”. Netflix se encargó de distribuir Okja (2017), que incrementó considerablemente el número de veganos en todo el mundo, por su implacable retrato de una industria cárnica dedicada a engordar sus beneficios con la crianza de una nueva raza de cerdos gigantes: “¡No era mi intención que la gente cambiara de dieta! Aunque estaba decidido a denunciar esa industria que sólo se guía por la voluntad de amasar dinero”.
“El mundo cree que Corea del Sur es una alegre sociedad de consumo. Yo quiero mostrar otra realidad”
Tras estos baños de glamur hollywoodiense, en los que participaron desde Tilda Swinton (por partida triple) a Chris Evans o Jake Gyllenhaal, Parásitos, una producción 100% surcoreana, no es tanto un retorno a casa, “pues en esas dos películas rodadas en inglés había tanto técnicos como actores coreanos” –incluso localizaciones en su país, en el caso de Okja–, como un regreso a la escala más modesta de sus primeras películas. Tan modesta, es un decir, que la mayoría del rodaje tiene lugar en las casas de las dos familias protagonistas, los Kim y los Park. Sobre todo en la sofisticada y ostentosa mansión de los más pudientes, que serán vampirizados por el imaginativo clan de pícaros en una brutal alegoría de la lucha de clases.
Del k-pop al humor
“El mundo cree que Corea del Sur es una alegre sociedad de consumo, caracterizada por fenómenos como el K-Pop, pero me gusta hacer películas que den a conocer otra realidad. Yo mismo tenía una idea de Francia que cambió radicalmente cuando vi El Odio (Mathieu Kassovitz, 1995). Otra cosa es que lo haga con humor, pero la verdad es que forma parte de mi personalidad, y no puedo escribir de otra manera”.
Desde el principio, el cine de Bong, artesano y juguetón, siempre a vueltas con los géneros, ha estado atravesado por lo social, con una simpatía nada disimulada por los más oprimidos, aunque estos se dediquen a prácticas moralmente dudosas para sobrevivir. Y Parásitos es una cumbre en este sentido. Para dejar más que claro el lugar que ocupan sus protagonistas en la escala social, los pícaros habitan en un semisotano hediondo, típico de Bong, donde sobreviven con trabajos basura, robando el wifi del vecino, mientras que la protegida mansión de los Park se alza en lo alto de una colina.
Por si la distribución geográfica no fuese lo suficientemente explícita, los movimientos de cámara también van constantemente de arriba a abajo, y el filme incluye una larga escena en la que los Kim, empapados de humillante lluvia, emprenden un largo descenso hasta su casa, anegada por una catástrofe, que también se ceba con los pobres y apenas altera el programa de vida de los ricos.
Guiño a Polonsky
La escena también es un guiño cinéfilo: “Está casi calcada del final del clásico de cine negro El poder del mal (Abraham Polonsky, 1948), cuando John Garfield baja hasta el puerto en busca del cadáver de su hermano. Es una de mis películas favoritas”. Y sin duda otro glorioso ejemplo de crítica social, construido a partir de los códigos del género. Negro en el caso de Polonsky, un poco de todo en el de Bong, que asegura: “Escribo sin pensar en los géneros. Me gusta bailar a mi propio ritmo. Ahora meteré un poco de terror, luego unas risas, y aquí algo de drama. Simplemente me dejo llevar por la historia”.
“Escribo sin pensar en los géneros. Me gusta bailar a mi propio ritmo. Ahora un poco de terror, luego unas risas, aquí algo de drama…”
Además de implacablemente geométrica, la lucha de clases esquematizada por Bong tiene también una dimensión olfativa. La humillación no puede ser más lacerante, cuando el padre de los Kim escucha al muy pijo señor Park asegurar a su mujer que los pobres huelen distinto. “Una vez escuché a un rico decir eso mismo. Me pareció que era algo muy fuerte, que entraba en el terreno de lo íntimo, y que tenía que estar en la película”. Padre de familia, que lleva los nombres de su mujer e hijo tatuadas en las manos, Bong aclara que él viene de una familia de clase media: “Mi padre era diseñador gráfico. Así que crecí en un ambiente un poco a medio camino entre las dos familias que protagonizan el filme. Dos familias tan distintas que difícilmente podrían llegar a conocerse en mi país, si no es en una situación como la que refleja la película. Van a distintos restaurantes, incluso se sientan en distintos vagones en los trenes. Y son el reflejo de un mundo en el que la cohabitación cada vez es más difícil. Las relaciones humanas fundadas en la simbiosis van a menos. Las clases sociales son cada vez más parasitarias”.
Híbrido de hilarante comedia negra y punzante drama social, Parásitos también está salpicada de sangre. “Si te fijas, no hay tanta. Nunca me ha gustado mostrar demasiados detalles gore. En mi opinión, distraen a la gente y la sacan de la película. Cuando aparecen, piensan cosas como ‘¡Ah, eso es maquillaje!’ o ‘¡Son efectos especiales!’. Prefiero mostrar menos, y que esas escenas resulten perturbadoras porque suceden muy rápido, como en la realidad”.
También insiste en que no revelemos mucho más que el principio, cuando el pequeño de los Kim se presenta en casa de los Park, armado con falsas credenciales, para convertirse en el profesor particular de la hija de estos. Lo cierto es que la sofisticada mansión es una caja de sorpresas, que no conviene estropear al espectador. Aunque damos fe que, vista ya en dos ocasiones, Parásitos no pierde su atractivo en el segundo visionado. Aunque reducida a una puesta en escena algo teatralizada y aparentemente esquemática en su planteamiento, la película es una perversa casa de muñecas, donde los personajes son observados con lupa, y triunfa ahí donde Hereditary (Ari Aster, 2018), desde este singular punto de vista, se revelaba decepcionante.
Parásitos también hace honor a su título: los personajes se te quedan enganchados como sanguijuelas. Y la fotografía del solicitado Hong Pyung-ho no pierde un ápice de su poder hipnótico. El filme no sólo es uno de los mayores logros en la exigua filmografía de Bong, sino que se inscribe sin problemas en el linaje de clásicos como El sirviente (Joseph Losey, 1963), La ceremonia (Claude Chabrol, 1995), o la coreana The Housemaid (Kim Ki-young, 1960), donde la servidumbre en rebeldía desestabiliza la paz burguesa en una claustrofóbica lucha de poder. Al mismo tiempo, con ese humor bufo y grotesco, tan deslenguado como gestual, que no le hace ascos a la escatología, está muy lejos de parecernos exótica. Esos pícaros desarrapados empeñados en medrar, con las más retorcidas artimañas, nos resultan más bien familiares. Si los personajes no tuvieran los ojos rasgados, podría ser una comedia picaresca a lo Azcona. No somos tan distintos. Todos apestamos a humanidad.