La mañana del pasado jueves 24 los informadores españoles estábamos divididos entre dos acontecimientos históricos que tenían lugar prácticamente al mismo tiempo: la exhumación de Francisco Franco, el último dictador de este país (al menos por ahora...), en el Valle de los Caídos... Y la presentación a la prensa de la exposición oficial de Juego de Tronos, en el Espacio 5.1 del recinto ferial madrileño de Ifema, abierta al público desde el día 26. Sin querer ni mucho menos frivolizar, ambos acontecimientos tuvieron un aura singular de extrañamiento, fascinante para cualquier espectador sensible (o aficionado a la ciencia ficción): el traslado de los restos del dictador, con toda la parafernalia que lo rodeaba, sumado al decorado wagneriano del Valle, parecía propio de una distopía retro-futurista, un episodio casi steampunk de algún manga delirante o un capítulo perdido de Black Mirror... Mientras, la exposición de Juego de Tronos ofrece un panorama detallado de la vida cotidiana en los Siete Reinos, que va desde el vestuario de nobles, plebeyos y soldados de todas y cada una de las Casas imaginadas por George R. R. Martin, diseñadas por la genial Michel Clapton, hasta utilería, armamento, joyería, ídolos paganos, cámaras sepulcrales, restos arqueológicos e incluso paleontológicos –que nadie se pierda el gigantesco cráneo de dragón–, exhibidos en salas que reproducen cuidadosamente la atmósfera y escenario de Invernalia, Desembarco del Rey, Camino Real, el Castillo Negro y otros lugares míticos de la saga, a lo largo de más de 1.400 metros cuadrados exquisitamente organizados y expuestos para disfrute del fan. Todo tan real y tan realista, sino más, que cualquier sala del British Museum, el Metropolitan o el Museo Arqueológico Nacional dedicada al antiguo Egipto, el Imperio Persa o los reinos godos. Resumiendo: la Historia convertida en espectáculo en el Valle de los Caídos, y el espectáculo convertido en Historia en Ifema.
La exposición oficial de Juego de Tronos es una visita obligada quizá no sólo para los seguidores de la serie y los libros, sino para cualquiera que quiera comprobar cómo los mundos de fantasía generados por la literatura, el cine, la televisión y los videojuegos están cambiando nuestra percepción de lo real, interviniendo con acciones como esta y otras exhibiciones –sobre universos fantásticos como los de Star Wars, El Señor de los Anillos o Star Trek, pero también sobre otros más próximos a la realidad como el de James Bond e incluso tan contaminantes como el de Cuarto Milenio-, a través de la decoración de las vías públicas con ocasión de grandes estrenos, de los salones especializados –en manga, cómic, videojuegos, etc.-, y de los parques temáticos, abriéndose paso en la vida cotidiana, entrelazándose con las experiencias directas de la realidad de tal forma que se hacen a veces casi indistinguibles de las experiencias vicarias de otras “realidades” virtuales o imaginarias. Si la caza del Pokémon está en decadencia no es, precisamente, porque estos se encuentren en vías de extinción, sino porque los creadores del juego no fueron capaces de colmar la necesidad de interacción de sus usuarios. Quizá por fortuna.
Los protagonistas principales de la rueda de prensa previa a la apertura de la exposición, los actores Liam Cunningham (Davos Seaworth), cuyo físico y rostro esculpidos en roca céltica le han hecho propicio a encarnar toda suerte de personajes épicos, míticos o históricos; Isaac Hempstead Wright (Bran Stark), más afín a los decadentes y elegantes antihéroes de Michael Moorcock o a convertirse en líder de una banda de brit pop tirando a Glam, insistieron en la importancia del detalle y del realismo en el atrezo, vestuario y decorados de la serie. Cunningham reconoció haberse llevado unos cuantos recuerdos del rodaje: “No me gusta decir que los cogí o me los llevé, prefiero pensar que “liberé” algunos objetos, además, la mayoría de la gente no sabe que de los accesorios se fabrican dos o tres modelos, por si alguno se pierde o sufre daños, así que en realidad me llevé los que sobraban”. Por su parte, Hempstead, más bisoño, sólo tuvo tiempo de arramplar con “cucharones, un tazón y un cuenco de mimbre. Es decir, menaje de cocina”. Pero lo cierto es que este tipo de utilería e incluso los más caros y laboriosos vestidos o armaduras, estaban siempre destinados en el pasado a destruirse, reutilizarse o perderse tras la finalización de un rodaje.
Exposiciones como esta sirven no sólo para rescatar y preservar verdaderas maravillas artísticas, sino también para reconocer la labor de quienes las crean: “Cuando ves cómo un traje que has diseñado especialmente se utiliza después para otras series y personajes, hasta que se deshace –explicó la diseñadora Michel Clapton- se te parte el corazón. Estas exposiciones son una forma de salvarlos y de darles nueva vida.”
El máximo realismo es una necesidad fundamental para los creadores de mundos fantásticos, tanto en la literatura como en las pantallas. Los grandes autores del género, de Tolkien a Martin, pasando por Robert E. Howard, Ursula LeGuin o Marion Zimmer Bradley, por citar algunos, nutrieron sus universos imaginarios con detalles específicamente entresacados de la Historia, la Geografía, la Mitología y las Religiones Comparadas de la humanidad, sabiendo que al utilizar sus elementos constitutivos aportaban a sus propios escenarios y personajes la verosimilitud necesaria para funcionar eficazmente. La Tierra Media, la Edad Hyboria, Terramar o, más aún, Avalon, suscitan en el lector asociaciones conscientes e inconscientes con la Edad Media, la Antigüedad o la Materia de Bretaña y las novelas de caballerías que tan ineficazmente trató de combatir Cervantes.
Martin ha explicado cómo Canción de Hielo y Fuego se basa en episodios históricos tales como la Guerra de las dos Rosas –Lancaster vs. York/Lannister vs. Stark- o las luchas entre la dinastía francesa de los Capetos y la Casa de Valois –convertidas en best seller por el novelista francés Maurice Druon en su serie Los Reyes Malditos, confesa fuente de inspiración para Martin-, y los productores de la serie, bien conscientes de ello, han cuidado igualmente todos los detalles escenográficos: las armaduras de los Guerreros Inmaculados evocan las de los samurái japoneses y los arqueros mogoles; las vestimentas de las Casas nobles principales son propias de cortesanos de la Inglaterra, la España o la Francia medievales; las de los pueblos del Norte no estorbarían a un auténtico lapón o a un vikingo... Fíbulas, collares, dagas, máscaras funerarias, armaduras, guanteletes, cofres y el resto de utensilios y mobiliario que se muestran en la exposición reflejan influencias del arte céltico lateniense, de las joyas visigóticas o las tallas normandas, entre otras muchas. Gracias a ello, nos sentimos inmersos en un mundo “real”, en un pasado “histórico”, casi más que en un mundo de ficción y un pasado imaginarios, producto de la fantasía de un escritor y de quienes la han dado vida en las pantallas. Eso sí: una realidad histórica “aumentada” con dragones, zombis y hechiceros.
Tras el éxito de Juego de Tronos, polémico final incluido, se aproxima una verdadera invasión de fantasías épicas catódicas que lucharán entre ellas tanto o más que las Siete Casas por hacerse con el Trono de Hierro: The Witcher, basada en las historias de Geralt de Rivia del polaco Andrzej Sapkowski –ya llevadas al cine antes y convertidas en popular videojuego-; La torre oscura, según el fantasy-western de Stephen King –que fracasó en pantalla grande-; Las crónicas de Narnia, del colega de Tolkien, C. S. Lewis –varias veces adaptadas ya-; Gormenghast, nueva versión de la extraña trilogía del artista y escritor Mervyn Peake; La Rueda del Tiempo, saga creada por el ya fallecido Robert Jordan y continuada por el popular Brad Sanderson; Terramar de Ursula LeGuin, que ya fuera objeto de serie y de un anime de Studio Ghibli; Crónica del asesino de reyes, de uno de los innovadores actuales del género, Patrick Rothfuss y, por supuesto, varias precuelas de Juego de Tronos y una serie inspirada en hechos ocurridos en la Tierra Media de Tolkien antes de El Señor de los Anillos. Entre otras. Un festín que vendrá acompañado de videojuegos, convenciones, juegos de rol, cosplay, exposiciones inmersivas, cómics y campañas publicitarias que llenarán las calles de cartelería, publicidad interactiva y quizás actores disfrazados y figuras esculpidas. No sería la primera vez.
Mientras, en las pasadas Jornadas Medievales de Ávila podías sentarte en un sillón de recia madera castellana y fotografiarte... con el cartel de Juego de Tronos. Dedicadas a las “tres culturas”, presumiblemente la cristiana, judía y musulmana, tenías la sensación de que eran más bien las Jornadas de los Siete Reinos, la Tierra Media y Star Wars. De los Trastámara se acuerda uno tristemente menos que de los Targaryaen, y si algunos recuerdan la pesadilla colegial para aprenderse de memoria la lista de los Reyes Godos otros aprenden por placer la enmarañada genealogía de las Siete Casas o la imposible mitología del Silmarillion. Cuando el Valle de los Caídos se transforme en previsible Museo de la Memoria Histórica –interactivo e inmersivo-, y se inaugure alguna nueva exposición de Juego de Tronos o El Señor de los Anillos, en las que raramente –o nunca- se alude a la naturaleza imaginaria de los acontecimientos a los que remiten, no nos extrañemos si muchos de nuestros jóvenes estudiantes tienden a creer que la Guerra Civil y el franquismo fueron fantasía y las luchas por el Anillo Único o el Trono de Hierro genuina Historia del Mundo. Al menos, de uno donde ya no se sabe ni se quiere distinguir entre realidad y ficción.