Cuenta Enrique López Lavigne en Sesión salvaje que Tarantino le preguntó un día que, si era un productor español, por qué no estaba rodando películas con Chicho Ibáñez Serrador. Al de Knoxville, cinéfago heterodoxo, voraz y obsesivo, debía de sorprenderle que un director tan atrevido, tan dotado para la dosificación de la tensión y el manejo de la cámara en La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (1976), sus dos únicas películas, no hubiera tenido un mayor recorrido en nuestra industria. Cineastas de generaciones posteriores como Paco Cabezas, Nacho Vigalondo, Miguel Ángel Vivas o Álex de la Iglesia también lo lamentan en este documental sobre el cine de serie B español dirigido por Paco Limón y Julio C. Sánchez.

Todos ellos reconocen el magisterio en España de Ibáñez Serrador en materia de cine de terror, gracias también a programas de televisión como Historias para no dormir, y se quejan de que durante décadas fuera olvidado, algo que la Academia de Cine intentó arreglar concediéndole el Goya de Honor en 2019, poco antes de su muerte. “Chicho no tenía esa carga de pretenciosidad de la generación posterior”, comenta De la Iglesia en Sesión salvaje. “En sus películas la autoría perdía mucha importancia y, al mismo tiempo, la ganaba precisamente por ese desapego. Era uno de esos personajes que hacía su trabajo sin más, el artesano. Rodaba cine de terror sin preocuparse si lo que estaba haciendo era importante, y eso era básico”.

Bien podrían definir estas palabras a la gran mayoría de los profesionales que desde los años 60 estuvieron vinculados a la historia del cine de género español. Una peripecia que arranca en los 60 con esas producciones internacionales que se rodaban aquí para aprovechar las abundantes horas de luz, el buen clima y la disparidad de paisajes.

A la americana

Los gerifaltes de Hollywood se veían obligados a contratar a personal técnico y artístico autóctono y así los equipos españoles comenzaron a aprender a trabajar a la americana. “Aquí estábamos al nivel del 600 y ellos tenían un Lincoln Continental”, opina el actor Antonio Mayans, que pudo meter cabeza en esas películas ya que era uno de los pocos intérpretes que dominaban el inglés en la época.

La industria española comenzó entonces a producir sus propias películas con la idea de venderlas fuera. Así nació el paella wéstern, o chorizo wéstern, con directores como Manuel Esteba, Ramón Torrado, Ignacio Iquino y Joaquín Romero Marchant, al que el propio Tarantino homenajea de manera explícita en Érase una vez en… Hollywood. Eran rodajes muy precarios, a toma única, en los que la máxima principal era ahorrar celuloide. Por ello, Iquino decía “i” en vez de “acción”. Así ahorraba unos cuantos fotogramas por cada toma. La estrechez no evitaba que actores internacionales como James Mason, Ernest Borgine o Teddy Savalas protagonizaran algunos de estos filmes.

En paralelo, comenzó también a desarrollarse una escena de cine de terror que tenía que lidiar con una censura que toleraba mejor la sangre y la violencia que el sexo, aunque en cualquier caso las tramas siempre se tenían que desarrollar fuera de España para evitar la tijera.

La irrupción del fantaterror

Además de Chicho Ibáñez Serrador, de aquella escena emerge un creador único, Paul Naschy, el Lon Cheney español, que protagonizó La marca del hombre lobo (1968), la película que inauguró el fantaterror, y a lo largo de su carrera dio vida al conde Drácula, a la momia, al jorobado de la morgue… Siempre imprimiendo su sello en todos los proyectos en los que participaba. No hay que olvidar clásicos como El ataque de los muertos sin ojos (1973), de Amando de Ossorio, o Pánico en el transiberiano (1974), de Eugenio Martín. De los títulos de esta última se encargó Iván Zulueta, que dejaría para la posteridad uno de los filmes más emblemáticos de la serie B española, esa oda malsana al poder vampírico del cine que es Arrebato (1979).

Con la muerte de Franco y la llegada de la democracia, la represión que había ejercido la dictadura explotó en el género del destape, con películas que llevaban títulos tan delirantes como El fontanero, su mujer y otras cosas de meter (Carlos Aured, 1981). En esta época se consolida también un director como Jesús Franco, un bon vivant irrepetible que era capaz de rodar cuatro películas a la vez sin que hubiera guion de por medio. En sus más de 200 filmes rompió las barreras del bien y del mal, del buen y el mal gusto, y acabó con todas las convenciones cinematográficas, haciendo de la libertad la piedra de toque de su estilo.

Pero el principal cambio que se produjo en el cine de género fue que por primera vez los directores pudieron atender a la realidad española y explotar la actualidad. En este sentido, el género más exitoso fue el cine quinqui, que convirtió a los jóvenes delincuentes de la época en auténticas estrellas de cine. Directores como José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia empaquetaron en forma de thriller alocado y sensual el drama de una generación perdida por culpa de la droga y la escasez de oportunidades. Desde la comedia de gags, fue Mariano Ozores quien aprovechó la actualidad para llenar las salas de risas (y mujeres desnudas) en Los bingueros (1979) o ¡Que vienen los socialistas! (1982), con Pajares y Esteso como protagonistas.

A pesar del éxito comercial, pronto surgió una corriente en la sociedad contraria a estas películas (denominadas peyorativamente como “españoladas”) que derivó en 1982 en la Ley Miró, que cambió toda la estructura del cine español y, a la larga, provocó la desaparición de estas producciones. Más de tres décadas después nos asalta la nostalgia y podemos disfrutar de manera desprejuicida de la serie B española, una forma de entender el cine en la que quizás se encuentren las claves para las películas del futuro, ya que cada vez la financiación es más esquiva.

@JavierYusteTosi