Producir cine es una empresa incierta, difícil y llena de contratiempos. Si cada película es un pequeño milagro, muchas veces los cortos se convierten en enormes sacrificios para sus directores-productores, capaces de pasarse años ahorrando y deslomarse en sus trabajos “alimenticios” con tal de cumplir su sueño. Son tantos como esos 359 productores y otros tantos directores que inscribieron su cortometraje en el ICAA a lo largo de 2018. Tras los duros años de la crisis, en los que la producción bajó de manera significativa, en nuestro país se realizan muchísimos cortometrajes todos los años y con no poca frecuencia obtienen grandes reconocimientos internacionales como las nominaciones al Óscar de Madre, de Rodrigo Sorogoyen, hace unos pocos meses o la de TimeCode, de Juanjo Giménez, que también se proclamó ganador en el Festival de Cannes.
Una calidad y proyección internacional que no se corresponde con las enormes dificultades que siguen teniendo los cortometrajistas para que su obra se vea, se valore y ya no digamos sea rentable. Como señala Millán Vázquez-Ortiz, director general de la Agencia Freak, una de las distribuidoras más importantes de España, los problemas del corto español son tan antiguos como su propia existencia y su solución parece tan improbable como casi siempre. “Nunca se ha conseguido que haya un reconocimiento”, señala Vázquez-Ortiz, “es muy difícil financiar un cortometraje a no ser que sea con subvenciones y dinero del propio bolsillo y el sistema distribución es muy pobre. En Francia y Alemania las salas de cine proyectan cortometrajes y las televisiones lo apoyan cuando aquí no pasa una cosa ni otra. En cuanto a calidad estamos en el pódium internacional pero después no hay un sistema que te permita que esos cortos sean rentables y se vean”, remata el distribuidor.
Los propios datos que proporciona el ICAA son elocuentes, de los 359 cortos que se inscribieron en el organismo público en España en 2018, un 82,49% de ellos fueron producidos por una empresa que solo ha inscrito un título en el registro. La mayoría de las veces, es el propio director quien se produce a sí mismo en un mundo en el que siguen siendo frecuentes los salarios testimoniales o inexistentes, los favores y donde recuperar el dinero invertido es ya un logro al alcance de muy pocos. “Al final siempre tienes la impresión de que has hecho más de productor que de director cuando llegas al montaje y lamentas no haber tenido más tiempo para la parte artística pero es lo que toca”, dice Javier Marco, un cortometrajista alicantino afincado en Madrid de 38 años cuyos primeros cortos con ficha en IMDB son de cuando aún era adolescente. Marco acaba de obtener un gran éxito con Muero por volver, una pieza de cámara sobre los últimos días de convivencia de dos ancianos y presenta en breve su nuevo trabajo, A la cara, una reflexión sobre la agresividad en redes sociales y ya tiene muy avanzada la producción de su primera película, Josefina, que él mismo define como una “comedia dramática sobre gente buena en un mundo hostil” y estará protagonizada por Emma Suárez.
Cualquier novato del cortometraje sabe que las casillas del ICAA y el papeleo casi interminable pueden hacerse muy cuesta arriba, pero que nadie se asuste demasiado, la “bestia” es domable. “Al principio tienes que aprender cómo funciona todo y es bastante papeleo pero poco a poco vas ganando confianza a base de preguntar y que te ayuden. Al final, vale la pena. Si también tienes acceso a otras subvenciones locales como en el caso de la Comunidad de Madrid, toma el dinero y corre”, dice Marco. En su caso, no pidió ayuda al ICAA hasta hace un par de años, cuando la ganó por Uno y desde entonces ha vuelto a ser seleccionado dos veces más con lo cual está de racha. “He tenido suerte y también me respalda tener una trayectoria bastante larga”, explica.
Hay quien está bendecido por la fortuna, como Irene Moray (Barcelona, 1992), que después de triunfar como fotógrafa en Berlín estrenó precisamente en el festival de esa ciudad su segundo cortometraje, Suc de síndria, uno de los grandes éxitos del cortometraje español este año, nominado al Goya y premiado en festivales como Medina del Campo o Málaga. “Mi primer corto fue durísimo porque es durísimo producirte tú”, dice Moray, “me ayudaba una amiga con la producción que se marchó de vacaciones a medio rodaje y al final tuve que hacer de directora, productora y actriz. Ahora lo recuerdo con risas pero sufres un montón”.
Cuenta Moray que siempre pensó que era muy difícil que una productora apostara su dinero y esfuerzo humano en un cortometraje pero que se llevó una buena sorpresa cuando vio que a la primera puerta que llamó, Distinto Films, para los que había trabajado como foto fija, “a la media hora me dijeron que sí”. En su cortometraje, la directora aborda el despertar a la sexualidad de una joven (Elena Martín) que está reprimida sexualmente a causa de haber sufrido abusos sexuales. “Una de cada tres mujeres ha sufrido abusos sexuales”, dice Moray, “pero no me interesaba hablar de este problema desde un punto de vista político porque ya hay gente que se dedica a mejorar el mundo. Yo quería tratar el asunto desde las emociones”.
Hay quien se lanza a la aventura sin subvenciones y no las espera. Es el caso de Fernando Bonelli, uno de los asesores jurídicos más prestigiosos del sector audiovisual, convertido en exitoso cortometrajista. La tierra llamando a Ana, su último trabajo, debutó en el Festival de Medina del Campo llevándose el máximo galardón y desde entonces se ha llevado más de dos docenas de premios en los festivales nacionales y algunos internacionales. “No trabajo con subvenciones. Solo he rodado dos cortos pero ha sido mi forma de trabajar. Prefiero ahorrar, pedir un crédito a un banco y tirar con eso. Seguro con las subvenciones sería más fácil pero quizá también hay gente que las necesita más. No tengo hijos, ahorro mucho y después destino el dinero a lo que me gusta que es rodar. Ojalá llegue el momento del largometraje y será necesaria la subvención, pero allí espero no tener que pedirla yo porque estaré como creador”, explica Bonelli. Y eso que como abogado Bonelli parte con cierta ventaja ya que “estoy acostumbrado a lidiar con la burocracia y la administración”.
Bon elli no pide subvenciones pero es consciente de que las posibilidades de retorno del dinero son muy difíciles. "Amigos míos que vieron mi primer corto (Still love you) me pidieron participar en el segundo y yo ya les dije que no lo hicieran porque no recuperarán el dinero”. El director se hace eco de varias viejas demandas del sector, como que “TVE dedique espacios a los cortos como está haciendo Movistar en los últimos tiempos” o incluso que “los actores de los cortos puedan estar nominados al Goya” reivindicando el “nivelazo que hay en este país. Si te fijas ganan cortos muy distintos y tú te alegras". Y pone en valor el formato: “Debería entenderse que hay películas que deben ser un corto. La tierra llamando a Ana es un corto y me gusta que sea así. Decir que el largo es más importante que el corto es como decir que la novela vale más que un cuento. Hay cortos que son mucho mejores que una película”.
Recién llegado al circuito de festivales, Manuel Castillo ha pasado de actor a director con Ahí, Dentro, un cortometraje en el que vemos la turbulenta dinámica de una pareja de actores marcada por el incipiente éxito de él y el fracaso de ella. Con guión de Ramón Salazar (La enfermedad del domingo), Castillo pone el acento en rodearse de un buen equipo como mejor antídoto contra los lastres de ser un novato. Explica: "Una cosa fundamental que he aprendido para mi posible futuro como director es lo importante que es rodearme de un equipo con el que sienta totalmente a gusto, que me cuide, en el que me pueda apoyar. Me gusta tenerlo todo muy bien planificado y para eso es importantísimo contar con un equipo profesional”.
Introductor en España como profesor de interpretación de la técnica Meisner, basada en que los actores se “escuchen” los unos a los otros, Castillo muestra el mismo entusiasmo por la dirección que es habitual en casi todos los cortometrajistas, esa raza “dispuesta a todo” por cumplir su sueño: “No me esperaba que me fuera a gustar tanto y tampoco me esperaba que se me diera bien, parece que lo llevo haciendo toda la vida”. La misma pasión de esa Moray que dirigió, actuó y produjo su primer trabajo (Bad Lesbian, sobre las dificultades de adaptación de los inmigrantes en Berlín) o a Marco a “pedir favores a las casas de iluminación la noche antes de rodar A la cara porque no teníamos presupuesto” o a Bonelli a gastarse sus ahorros no en viajes a Asia sino en levantar proyectos que él mismo reconoce que casi con absoluta seguridad jamás ganarán dinero.
Para que “la locura de los cortos” lo sea un poco menos, Millán Vázquez-Ortiz propone no solo que las televisiones y las salas de cine se abran a los cortometrajes, también que los periodistas informen sobre el sector o que el ICAA cree una agencia nacional del corto como la que existe en Francia, una necesidad especialmente importante en un país como el nuestro en el que varias comunidades autónomas proporcionan ayudas y donde cohabitan distintos sistemas legislativos.
Los cortos que marcan la temporada
2019 ha sido el gran año de varios cortometrajes españoles que han arrasado en los mejores festivales nacionales y en algunos casos, también fuera. Es el caso de La tierra llamando a Ana, de Fernando Bonelli, favorito del público, en el que el director nos cuenta con sensibilidad la discusión de una pareja burguesa marcada por los malentendidos. Con Javier Pereira y Laia Manzanares como protagonistas, la actriz de Merlí ofrece un electrizante trabajo sobre el que se sustenta una trama que logra convertir en cine lo que puede parecer "menor" pero todos vivimos como mayor. Bonelli es una rara avis porque el corto español pocas veces se decanta, curiosamente, por dos géneros tan comerciales como la comedia o lo romántico en un panorama muy marcado por las temáticas sociales y la experimentación, en el primer caso, desde luego, también porque esas problemáticas son las que muchas veces “premia” el ICAA con sus subvenciones.
En la época del #metoo, los cortometrajes sobre los problemas de las mujeres han sido clave. Suc de síndria, de Irene Moray, seleccionado en Berlín y nominado al Goya, destaca por cualidad matérica y su capacidad para crear un universo sensual muy atractivo. La directora trata con delicadeza un asunto grave como los abusos sexuales a través de una chica (Elena Martín) incapaz de tener un orgasmo y disfrutar del sexo por ese maligno recuerdo. Con armas de buena directora, Moray logra conmovernos con este corto sobre el despertar a la vida. También nominado al Goya este año, Xiao Xian, del realizador español de origen chino Jiajie Yu Yan, comparte con ese trabajo una exuberante plasticidad que se refleja en su capacidad para reflejar la textura de ese vestido rojo que se convierte en símbolo de la historia. Es también una historia de despertar sexual femenino, muy distinta, en la que Yu Yan se deja influir para Wong Kar Wai para terminar su corto con una emotiva secuencia.
El drama de la emigración ilegal aparece de diversas maneras. En Foreigner, nominado al Goya, de Carlos Violadé, el director nos cuenta una parábola sobre estos tiempos de dramas humanos en el Mediterráneo a partir de la figura de un ejecutivo británico exitoso que acaba compartiendo, de la manera más insospechada, un bote con un grupo de emigrantes que cruzan en patera el Estrecho de Gibraltar. Hay tensión y hay sorpresa en este corto bien rodado e interpretado con retranca. El drama de los refugiados también aparece en Nuestra vida como niños refugiados en Europa, de Silvia Venegas, en el que la directora nos cuenta el drama de varios menores perdidos por Europa en condiciones de miseria, está nominado al Goya al mejor cortometraje documental. Un género en el que todos los años brilla con fuerza Mario Torrecillas, que este 2019 nos ha regalado Mamá a los quince, una pieza de gran fuerza dramática en la que vemos a varias adolescentes de Albacete que se han quedado embarazadas a una edad en la que deberían ser más hijas que madres. Un drama oculto en la sociedad española que el director presenta con cierto humor buscando el contraste entre ese mundo juvenil y los rigores de la responsabilidad adulta de la maternidad.
Con un tono gozosamente experimental, ¿Nos hablan los muertos?, de Helena de Llanos, recién estrenado en el Festival de Aguilar de Campoo, utiliza audios de Fernando Fernán Gómez para construir una original historia sobre una supuesta nieta del artista, que siente su presencia sin poderlo evitar en una interesante y curiosa reflexión sobre la pervivencia de los muertos entre los vivos inspirada en John Berger. La idea de la muerte también está presente en Muero por volver, de Javier Marco, uno de los cotos más premiados de los últimos meses, un trabajo en el que el director logra crear una historia de incomunicación y duelo posterior tan emotiva como original gracias a su poético uso de la tecnología y la realidad aumentada. En lo que él mismo ve como un díptico sobre la tecnología, en el reciente A la cara vemos la parte siniestra de la misma al plantear una turbulenta reunión entre una estrella de la televisión y un hater de Twitter en un intenso duelo interpretativo entre Manolo Solo y Sonia Almarcha.
Como en La tierra llamando a Ana aunque con un tono muy distinto, Ahí, Dentro, de Manuel Castillo, nos propone un juego dialéctico entre una pareja de actores con distintas suertes profesionales en un corto intrigante y muy bien rodado en el que el propio Castillo como actor y Rut Santamaría, se implican en un juego de medias verdades y mentiras con distintos grados de dignificación con un tomno agridulce que alcanza niveles poéticos. Buenas trazas demuestra Ingride Santos, reciente ganadora de Cortogenia al mejor cortometraje, en Beef, una historia de trap y maternidad en la que reflexiona de manera punzante sobre el eterno conflicto generacional.