Podría ser First Cow un modelo de crecimiento (o de evolución) en la filmografía de Kelly Reichardt. Después del protagonismo coral femenino de Certain Women, regresa al universo masculino de Old Joy y a la América de los pioneros de Meek’s Cutoff. Encuentra en la novela de Jonathan Raymond un tesoro, como el de una mujer y su perro que al principio de la película, situada en nuestros días, halla bajo tierra la promesa de ficción histórica que acontece hace doscientos años en Oregón, en plena fiebre del oro. Emprende el filme por tanto un enorme flashback en sus primeros compases, como si desenterrara del olvido un tiempo en el que la civilización moderna estaba por construir y aún nada se había corrompido del todo, cuando el hombre vivía en la naturaleza y no contra ella. “El pájaro, un nido; la araña, una tela; el hombre, amistad”. El verso de William Blake preludia la historia de dos emprendedores, un habilidoso cocinero y un inmigrante asiático, que desarrollan una hermosa relación fraternal cuando deciden vivir juntos en una cabaña y montar un negocio de pasteles.
No estamos exactamente frente a un neowestern. La calidez aventurera de Mark Twain, el humanismo de John Steinbeck, la poética historiográfica de William Faulkner... First Cow bien podría haber salido de un cuento breve de cualquiera de estos pioneros de la gran literatura americana, forjadores de una tradición cultural en la que Reichardt se ha inscrito de pleno derecho con una de las filmografías más admirables del cine americano del siglo XXI. La calidez y el tono cómico que preside la propuesta resultan insólitos en la filmografía de la autora de Wendy & Lucy, que sin duda realiza su película más porosa a los grandes públicos, pero sin ser manifiestamente mainstream. El nuevo director artístico de la Berlinale, Carlo Chatrian (ex director de Locarno), ha encontrado acaso en este filme el tono adecuado, entre la vanguardia y el consenso de públicos, que busca para darle un giro a la sección oficial del certamen alemán. Puliendo la aspereza y radicalidad de otras propuestas que seguramente no hubieran tenido cabida, el carisma creativo de Reichardt se mantiene sin embargo sin merma en su capacidad de expresar ideas complejas, preocupándose como siempre de conceder a las escenas, al ritmo de la narración, los tiempos que necesitan para convocar las energías que busca, el grado de observación y sensibilidad que pide siempre al espectador.
Tras su rotundo éxito en Italia, donde ha convocado a más de 6 millones de espectadores, la Berlinale ha presentado internacionalmente el ambicioso Pinocchio de Matteo Garrone en una sesión especial. El filme no solo viene precedido por el éxito sino por la curiosidad (o el morbo cinéfilo) de ver a Roberto Benigni en la piel de Geppeto, tras siete años ausente de la pantalla, acaso en el papel que tendría que haber interpretado en su personal y desastrosa versión del cuento de Collodi que hizo en el año 2002, y en el que se empeñó en incorporar al pequeño y rebelde protagonista con resultados trágicos: nadie se lo creyó. El anciano carpintero que fabrica a Pinocchio no le sienta nada mal a Benigni en esta adaptación casi literal del libro, excesivamente capitular y afectada de gigantismo, pero estéticamente realmente lograda y espectacular. Desde su debut con Gomorra, el director italiano siempre ha mostrado predilección por los universos sórdidos y violentos, incluso en su previa adaptación de fábulas fantásticas, El cuento de los cuentos, y la duda pasaba por saber si su Pinocchio pensaría en los adultos o en los niños. Pues ciertamente, ni lo uno ni lo otro. Y en esa tierra de nadie donde parece negociarse la oscuridad del cuento de Collodi (que en realidad no fue escrito para los niños, aunque luego Disney lo llevara por ese camino), es donde la película es víctima de sus mejores virtudes y también sus peores defectos.