Todo el mundo conoce ‘el síndrome de Estocolmo’, un curioso proceso mental y emocional por el que personas cautivas se enamoran de su secuestrador. No es tan conocido el suceso real que inspiró un fenómeno sobre el que hoy existe abundante literatura científica. Comenzó a utilizarse en los años 70 tras el atraco a un banco en la capital de Suecia en el que los criminales retuvieron a tres rehenes para lograr que la policía les dejara escapar. Es una historia rocambolesca de delincuencia y lealtad, porque el instigador del delito, un tal Lars Nystrom, apareció metralleta en ristre en una lustrosa oficina del centro de la ciudad para forzar al gobierno a negociar y conseguir la liberación de su mejor amigo, atracador de bancos como él. Lo cuenta Robert Budreau en El captor, película que hoy se estrena en Filmin con Ethan Hawke y Mark Strong, en la piel de esos “ladrones con corazón”, donde logra un thriller vibrante y eficaz en el que aborda una de las paradojas más intrigantes del ser humano.
“Cada hombre mata lo que ama”, decía Oscar Wilde en ese famoso poema mil veces citado que prosigue: “unos lo hacen con una palabra amarga, otros con una palabra lisonjera”. Dándole la vuelta al silogismo del poeta británico, podríamos decir que “cada hombre ama lo que le mata”, y es quizá el germen de un comportamiento irracional pero que sin embargo se ha repetido miles de veces a lo largo de la historia. Fue un artículo de la revista New Yorker publicado en 1974, un año después del suceso, el origen de la expresión y en él se inspira Budreau para construir esta El captor donde lo mejor es ver a Ethan Hawke en plenitud de facultades. Actor con una gran capacidad para reírse de sí mismo, es quizá la superestrella estadounidense con menos ego, un artista sin miedo a mostrar los aspectos más vulnerables y menos decorosos del ser humano.
El Lars Nystrom de Hawke, un tipo disfrazado de cowboy rockero y aficionado a Bob Dylan, más bien tonto, al que uno adivina peor suerte que maldad, es fabuloso. Su carisma sostiene una película que no es brillante pero sí está bien contada y mantiene alerta y atento a su inverosímil trama. Durante la noche que pasan los secuestradores con sus rehenes, vive una breve pero intensa historia de amor con una de ellas, una secretaria del banco que declara a la televisión nacional que le tiene más miedo a la policía que a los propios delincuentes que han provocado la tragedia. De manera insólita, una tal Bianca Lind (Noomi Rapace), más lista y con mayor sangre fría que sus captores, comienza a urdir estratagemas para que se salgan con la suya y el primer ministro permita que se marchen en coche con ellos como rehenes.
Lo banal y lo trágico se entremezclan en la cinta con algunos momentos muy graciosos como ese en el que Lind se despide de su marido explicándole la receta de pescado que más les gusta a sus hijos. Es todo terriblemente humano, a veces por sórdido, a veces por surrealista e involuntariamente divertido, en esta película enigmática y a ratos fascinante en la que el director se pregunta, con astucia, una vez más sobre esa fina línea que separa el bien del mal o la distancia moral entre los criminales y las mecánicas profundas de una sociedad igualmente reprochable.